sábado, 2 de diciembre de 2006

LA VENGANZA DEL PEZ



Hombre: Unico animal que mata por divertirse.-
Ariete


Hace poco tuve un sueño. A decir verdad, muchas veces he soñado lo mismo y creo que ahora a fuer de ser repetitivo, es ya una auténtica pesadilla que no me abandona. Es quizás por eso que siento como la necesidad de contarla, de escribirla, para ver si de esa manera, al traspasarla a otros, logro desprenderme de ella definitivamente.

Sueño que soy un gran pez. Me siento como pez, tengo el cuerpo cubierto de escamas y tengo cabeza de pez, resaltando en ella unos grandes ojos saltones. Lo curioso es que mantengo mi estatura, mis manos y mis pies de humano, pero mi corazón y los sentimientos que él alberga, están entregados a la gran causa de la justicia de los seres que pueblan la mar.

Desde luego que en el sueño entiendo que no soy un pez cualquiera, sino que nada menos que el encargado de reivindicar ante las Cortes Celestiales la injusticia humana; las humillaciones y atropellos permanentes que soportan las criaturas marinas y también aquellas de tierra firme.

Más bién, estoy comisionado para hacerle presente a estos entes racionales e inteligentes que son los amos del mundo, por vía ejemplarizadora, la indignidad a que se ve expuesta la raza humana por culpa de algunos especímenes, más bien humanoides, que agreden, abusan, lesionan y sacrifican con sofisticada alevosía, además de vileza, los más caros sentimientos que son comunes a todos los seres vivientes del planeta, como es el derecho a la vida, a existir y perdurar, a ser felices y procrear.

Porque una cosa es cazar, o pescar por necesidad, por hambre, por subsistencia de la especie como lo hacen todas las criaturas del mundo animal y como tuvieron que hacerlo los primeros hombres que poblaron la tierra. Como lo sigue haciendo la captura industrial para generar alimentos. ¿Pero que es ésto de cazar o pescar por diversión?

Por ello, ese día en que me asomé al embarcadero allí en Sydney, un escalofrío de emoción sacudió mis varias capas de escamas y mi gran cola dorada . Con una mezcla de incredulidad y de ilusión, casi estallando de felicidad pensé que al fin la diosa de la fortuna había escuchado mis ruegos. Era algo increíble pero verdadero. Lo ví.

Primero solo lo ví a él, meneando su gran humanidad y parloteando como si todo el mundo estuviera obligado a escuchar atentamente cada una de sus frases. Luego me percaté que no estaba solo y que como de costumbre lo rodeaba un enjambre de parásitos empalagosos que seguían atentamente sus decires, obsequiosos, casi con humildad. Unos le llevaban la ropa de pesca y sus modernas cañas de pescar, otro lo filmaba sin cesar, aquél sostenía un grabador al hombro y un micrófono muy cerca de su cara, amenazando introducírselo en cualquier movimiento brusco en su gran bocaza orlada de un descuidado bigotillo rojisucio, lo que no estaría nada de mal, pensé.

No podía creer en mi gran suerte al verlo caminando por el muelle muy cerca de donde yo estaba apostado, pensando justamente en cómo y dónde ubicar al sujeto aquél o a otro de estos famosos de la televisión que enseñan a pescar. Y ahí, quien iba a creerlo, estaba el mismísimo número uno de todos ellos, el maestro de maestros, ese gordito de barbita que obtiene pingues ganancias promocionando adminículos de “pesca deportiva” como la denominan pomposamente y que es tan popular entre los energúmenos aficionados a esa despreciable práctica.

Sentí como digo, un alegrón difícil de imaginar. Por fin tendría la oportunidad de la dulce venganza, justamente en uno de los personajes más caracterizados del jet set humano, del que incluso se comenta que cuenta vergonzosamente con la venia de la sociedad protectora de animales para la práctica de sus tropelías. Modelo y ejemplo de juventudes, invitado especial de varios programas de la telechatarra, gran gurú de los vacacionistas, en particular de esos cientos de miles de incautos que se sientan pacientemente en las playas provistos de un arsenal de equipamiento de pesca, en la quimera de practicar en vano las enseñanzas del millonario maestro, cuyas hazañas en alta mar, en ríos y lagos del país, generosamente auspiciadas por las grandes tiendas del ramo, son minuciosamente registradas en programas calificados como “culturales”, pero que no obstante se venden a precio de oro a tales auspiciadores...Y allí estaba, muy cerquita mío, a mi real alcance.

Verlo y actuar fueron para mí algo instantáneo. Pasaron por mi mente en ese momento las imágenes de cientos de criaturas del mar que buscando alimento, se toparon y recibieron en su paladar y boca, el doloroso y cruel contacto del gusano metálico de su sofisticada y engañosa caña de pescar, para seguidamente ser izados inmisericordemente al hosco medio del espacio oxigenado donde los peces no pueden respirar. Los ví nítidamente sacudiéndose impotentes en el aire, luchando con la angustia de la asfixia, boqueando sin comprender porque el destino les brindaba tan amargo trago, desfallecientes, mutilados y humillados por no tener la oportunidad de enfrentar a ese enemigo poderoso que los jalaba con júbilo, abusando de su tamaño y peso en esa “lucha deportiva” tan desigual.

Verlo y coger el garrote de sólida madera que había allí cerca fueron un solo movimiento. Con rapidez y obrando por sorpresa, salté a su lado y le propiné un severo golpe en mitad de la cabeza, que hizo descolgar para mi satisfaccion, dos hilillos de sangre caliente que corrieron por entre sus cejas hirsutas. Sin darle tiempo a él ni a sus desconcertados acompañantes, lo empujé hacia el agua y me hundí con él en las profundidades. Sentí como su pesado cuerpo temblaba ante las frías aguas y como instintivamente movía sus brazos y sus piernas para intentar salir a la superficie. Esfuerzo inútil, pues yo lo sujetaba desde los pies y lo mantenía sumergido y bien sujeto entre mis poderosas aletas. Aprecié con claridad como a medida que sumaban los segundos, su rostro empezaba a congestionarse. Intuía el terror que lo sobrecogía, el espanto a la muerte, su desconcierto y su lenta asfixia que le provocaban estertores y silenciosos gritos de clemencia, que se traducían en grandes burbujas que nacían en su boca a medida que se le escapaba el aire que aún tenía en sus pulmones y en poderosas sacudidas descontroladas en todo su cuerpo.

Ahhh,, pensé regocijado, por fin le estoy devolviendo algo del sufrimiento que a diario experimentan mis congéneres. Ahora le estaba pagando con su propia moneda. Es posible que en este instante de locura y suprema angustia el tipo se acuerde de los miles de peces que suspendió orgullosamente en el aire frente a la cámara de televisión, con deliberada calma y prepotencia, inmisericorde y sin importarle que en cada segundo fuera de su medio líquido los peces empiezan a morir. Pero el gordiflón, sea por lucimiento personal, por vanidad o por dinero, por publicidad o por otras pequeñas cosas los mantiene allí ante las cámaras mientras explica que los peces no sufren, que se divierten en este juego, que la pesca es un noble deporte con dos contendores con igualdad de medios, todo ello en esa angustiosa espera en que los peces cautivos y flagelados permanecen en el aire, con los ojos desorbitados, sintiendo estallar sus sistemas respiratorios, a colgajo del fierro filoso introducido arteramente en su paladar, lengua y agallas, sintiendo que la vida huye de sus pobres cuerpos fríos.

Tal vez ahora, sumergido a más de cinco metros de profundidad, en su mente colapsada por el terror, podría darse que estuviese conformándose un atisbo de comprensión de lo que les ocurre a los peces cuando pican la caña y son izados del mar. Y en su corazón, si es que lo tiene, a lo mejor habría ahora un pequeño signo de arrepentimiento.

Solo cuando siento aflojarse su cuerpo entre mis vengativas aletas, cuando aprecio que ese altivo objeto de la publicidad entrenado para acabar con mi especie, es solo un muñeco desarticulado y fofo de cuya boca solo salen sonidos incoherentes y en cuyos ojos, otrora burlones se aprecian los estragos del sofoco, me impulso con grandes flexiones de mi cola maestra y lo llevo a la superficie.

Sujetándolo aún firmemente por el cuello, permito que respire y cuando lo hace entre boqueadas y enronquecidos sonidos provocados por el oxígeno llenándole otra vez los pulmones, cuando los ojos se le vuelven a iluminar de esperanza de volver a vivir, entonces y solo entonces, antes de soltarlo ante los maderos del muelle, ya seguro que sus numerosos amigos están mirándolo todo desde la altura y que la cámara registra lo que ocurre, entonces, tal cual él hace frecuentemente con sus víctimas, lo beso. Lo beso en la boca, con mi boca de pez y siento en mi cara de pez esos hirsutos pelos de su antigua barba descuidada y otra vez siento deseos de hundirlo, pero me domino y lo vuelvo a besar calmadamente, con parsimonia, con amor, para demostrarle, no a él, sino a las cámaras televisivas que nos apuntan, a la corte de servidores que le acompaña, al show humano que verá quizás esas imagenes, que nosotros los peces, también podemos entender y usar “prácticas deportivas”con los humanos.

Desafortunadamente, aquí es donde me despierto y constato que este episodio maravilloso no es real. La vida es sueño decía Calderon de la Barca y los sueños, sueños son.

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