La Alquimia, el secreto olvidado.
Si hay algo nebuloso, quizá difuso pero enteramente misterioso y enigmático entre todas las disciplinas y ciencias que el hombre en su deambular civilizador se ha impuesto como caminos del pensamiento ilustrado, es sin duda alguna la Teoría Alquímica, cuya finalidad era lo que los entendidos llamaban La Gran Obra, la búsqueda de la Piedra Filosofal.
Por que a fin de cuentas –y esto es una pregunta abierta- ¿qué es lo que se entiende por Alquimia?, ¿qué es lo que la gente común sabe sobre esta disciplina..? Y la respuesta es obvia, a pesar de las definiciones de diccionarios y enciclopedias: nada, o casi nada o más bien, para no dejar fuera al porcentaje que si tiene alguna idea, poco, muy poco.
No obstante es importante acotar que existe consenso en considerar que la alquimia fue la madre putativa de la mayoría de las disciplinas existentes, por el solo hecho que su data es tan antigua, que entre sus cultores principales dedicados a la investigación de diferentes fenómenos que tenían que ver con la actividad humana, encontramos a los hombres mas sabios de la antigüedad, muchos de los cuales, son considerados hasta hoy como los padres de la química, la física, la astronomía, la filosofía, la escolástica, las matemáticas y la astrología entre otras importantes ramas del saber.
Sin embargo, la imagen de esta antigua y desconcertante disciplina que nos ha legado la imaginación de artistas, escritores y retratistas, muy injusta desde luego, nos conduce a una visión equívoca, de historias añejas, especulaciones ligadas a la pseudociencia y a esfuerzos improductivos desarrollados en alguna cripta, celda o escondida gruta, utilizada como laboratorio.
Allí, un apergaminado anciano de alba cabellera y gran bonete sobre su testa, muele sustancias que cuece en vasijas y matraces curiosos en su horno acampanado, donde en medio de pinzas, tijeras, libracos arrumados y signos cabalísticos, vemos esqueletos humanos, cráneos amarillentos, animales disecados.
En el techo colgando de finas cuerdas, cuervos y otras aves consideradas de mal agüero y la infaltable lechuza de ojos vidriosos embalsamada, tradicional signo de sabiduría. En sus paredes, signos esotéricos, enigmáticos y paradójicos, sino místicos, sin que falte la estrella de Salomón, el símbolo del Cangrejo y el ternario hermético, la sal, el azufre y el mercurio.
Esta semblanza que recogemos de los grabados antiguos y de las historias urdidas por algunos cronistas, deja en la semioscuridad algo importante y de lo cual ya hacíamos mención y que es, que la aparición de la ciencia tal cual la conocemos en la actualidad, en este caso una de sus primeras manifestaciones la Química, que necesitó un proceso más lento y dilatado que otras ramas del saber, por la dificultad que significaba establecer las características y propiedades de las substancias presentes en la naturaleza, solo fue posible gracias a la Alquimia.
Por tanto, la historia de estos alquimistas, no puede considerarse sino como los primeros balbuceos del conocimiento científico. Y sus yerros, sus desviaciones a la magia, cábala y el ocultismo, que por lo demás siguen activos y presentes en la sociedad moderna, solo detalles y defectos inherentes a la naturaleza humana que poco a poco fueron dejando cabida a las verdades y teorías empíricas que posteriormente fueron perfeccionándose hasta convertirse en las leyes calificadas donde se apoya todo el desarrollo científico de la humanidad.
Conviene pues dejar en claro que la Alquimia, especialmente durante la Edad Media fue una mezcla de ciencia, filosofía y mística, dado que aún la ciencia misma no fijaba aún sus fronteras. Los alquimistas medievales pensaban que además de la posesión de los secretos de la naturaleza, sus cultores debían poseer necesariamente la pureza de su mente, cuerpo y espíritu como condición indispensable para emprender con éxito la búsqueda alquímica.
El descubrimiento de fósforo. Cuadro del pintor Joseph Wright. Momento en que el alquimista Henning Brandt se arrodilla impresionado por su descubrimiento de un nuevo elemento. Una luz brillante que ilumina su laboratorio en penumbras.
Según una versión en boga, Alquimia proviene de "Al-Khem", voz árabe que era un antiguo nombre para Egipto. Así que Alquimia puede ser entendida como "El Arte de Egipto". Otra versión explica que Alquimia es una voz que se compone de Al, artículo árabe que equivale a los artículos españoles "el" o "la", y del nombre sustantivo egipcio Kema, que significa "ciencia por excelencia". Entonces Alquimia es "la ciencia por excelencia".
El diccionario dice de Alquimia: "ciencia química medieval, cuyos grandes objetivos fueron la transmutación de los metales comunes en oro, el descubrimiento de la cura universal para las enfermedades y los medios de prolongar la vida indefinidamente."
Por su parte, el profesor J.A. Pérez Bustamante, actual catedrático de Química de la Universidad de Cádiz, en uno de sus artículos recientes frente al tema, dice que "la Alquimia constituye, por su complejidad y polifacetismo, uno de los temas del saber más humanísticos, religiosos, filosóficos, ocultistas, artesanales y hasta picarescos del pensamiento humano".
La idea principal de la alquimia medieval era que toda materia se compone de cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Según esta teoría, con la combinación adecuada de estos elementos se puede formar cualquier sustancia en la tierra. Esto incluía los metales preciosos, así como elixires para curar enfermedades y prolongar la vida. Los alquimistas creían que era posible la transmutación de una sustancia en otra, de ahí viene la típica y grosera imagen que hoy en día se tiene de ellos intentando convertir el plomo en oro.
Si rastreamos los orígenes de este dificultoso quehacer intelectual, no podremos llegar sino a la cuna misma de la civilización, el antiguo Egipto, de donde parecen surgir los rudimentos de toda nuestra cultura, o a lo menos, la fuente dispensadora de donde se esparcieron las grandes ideas al resto del mundo conocido.
En un principio, como era usual con los asuntos que tenían que ver con el conocimiento, su práctica estaba en manos de los sacerdotes y de algunos iniciados que guardaban celosamente sus descubrimientos en el misterio de los santuarios de las sociedades secretas y en el silencio de los lugares sagrados, desarrollándose su culto mayormente en China, Arabia, India y Grecia. Pero es en los siglos segundo y tercero de la era cristiana donde encontramos los primeros tratados del Arte Sagrado, como los denominados Ostanes, los tratados de Zósimo de Panapolis, Moisés, Pelagio, Hermes, El Anónimo Cristiano (alquimista griego), el seudo Demócrito, Synesius y Cleopatra. Además de esta, se dieron especialmente en la Edad Media otras mujeres alquimistas como María La Judía, Theosebia y Paphnutia.
Entre los árabes Géber, fue el primero que habla del ácido nítrico y del agua regia, Avicena, Rhasés, Alphidius, Calid, Morieno, Avanzoar. En el año mil, Las Cruzadas llevaron a Europa las obras de Aristóteles y los tratados de los alquimistas árabes y motivó que allí nacieran los primeros Maestros: Alain de Sille, Alberto El Grande, Roger Bacon, Santo Tomás de Aquino, Raimundo Lulio. En Inglaterra George Ripley, Norton, Bartolomeo. En Francia, Bernardo El Trevisano, el célebre Nicolás Flamel. En Alemania Eck de Sultzbach, Ulsted, Tritheim, Basilio Valentino, Isaac El Holandés…
Desde los tiempos de Vasilio Valentino, la alquímica entra a otra etapa de regresión, el misticismo, y la mayoría de los grandes maestros trabajan afanosamente aliados de la cábala y la magia como en los primeros tiempos. A su vez, cada vez se hace más clara la separación de la química del conocimiento puramente alquímico.
En esto influyó el más famoso de los alquimistas el suizo Paracelso, que vivió en el siglo XVI. Médico y alquimista nacido en 1493, estableció el rol de la química en la medicina. Publicó “El Gran Libro de Cirugía” en 1536 y una descripción clínica de la sífilis en 1530. Sostenía que los elementos de los cuerpos compuestos eran sal, azufre y mercurio, que representaban respectivamente a la tierra, el aire y el agua; al fuego como elemento, lo consideraba como imponderable o no material.
En el siglo XVII, la Alquimia es el motor de la sociedad y la sed de oro se apoderó de todo el mundo. Los príncipes y los reyes junto a los alquimistas a su servicio trabajan tesoneramente en La Gran Obra. Son tiempos en que se conocen transmutaciones asombrosas y los alquimistas viajan por los países reuniendo adeptos entre los hombres sabios y poderosos.
La Curia, que en principio persiguió la práctica como hechicería y quemó no pocos alquimistas en la “hoguera de la purificación” destinada a los herejes, tiene ahora un laboratorio en cada convento sin importar que esté en los lugares más remotos e insignificantes. Los médicos y farmacéuticos se dedican al hermetismo y la naciente sociedad secreta Los Rosacruces, como antes lo hicieran Los Templarios, que fueron destruidos prematuramente, alberga en su seno a todos los grandes pensadores, sabios y hombres ilustres de ese tiempo. Los alquimistas, enemigos públicos de la iglesia Católica inquisicional que veía en ellos al mismo demonio, hábilmente, según sostienen algunos estudiosos, colocó entre los jerarcas de Roma la inquietante idea que ellos no podían quedar fuera de esta posibilidad de poseer también oro a raudales.
Estas condiciones y aires libertarios, impulsaron a Elías Ashmole (1617-1692) a fundar la Masonería inglesa, de la cual derivan todas las iniciaciones modernas.
Grandes escépticos y enemigos declarados de la Alquimia, caen rendido ante la evidencia de la existencia de la Piedra Filosofal de la cual conocen sus efectos. Es el caso del connotado sabio Johann Frederick Schweitzer, más conocido por su nombre latino de Helvetius. Lo mismo ocurre con Berigard de Pisa y Jean Baptiste Van Helmont. Este último químico, físico y médico flamenco, a quien se le conoce como el padre de la Bioquímica quien fue el primero en aplicar principios químicos en sus investigaciones sobre la digestión y la nutrición. Fue también el primer científico que diferenció entre los conceptos de gas y aire.
Un alquimista de verdad era pues, al mismo tiempo, médico, astrónomo y astrólogo, filósofo, cabalista y químico. Asimismo los estudios eran muy serios y prolongados y eran transmitidos mediante iniciación por el maestro a no más de uno o dos discípulos dilectos, ocultándose cuidadosamente a los profanos.
A la par de aquellos hombres sabios, verdaderos filósofos herméticos, aparecen los charlatanes ignorantes, cuyo único propósito consistía en adquirir riquezas materiales, cuya práctica degeneró en el desprestigio de estos conocimientos.
Esta práctica es lo que se denomina La Gran Obra, el Magisterio, el Arte Sagrado, el Arte Magno o el Arte Hermético en honor del que se considera el fundador de la Alquimia, Hermes Trismegisto, mítico sacerdote o rey de Egipto en la Era Prefaraónica, autor entre otras obras de la famosa Tabla Esmeraldina, que según todos los textos antiguos coinciden en decir contiene los principios fundamentales de la Alquimia.
Los alquimistas atribuyen a Trismegisto la escritura de la citada Tabla, quien la habría grabado con la punta de un diamante sobre una esmeralda, de donde proviene tal nombre. A nadie escapa que es imposible que exista una esmeralda tan grande para este efecto, pero se supone que el grabado del voluminoso texto íntegro fue hecho realmente sobre gemas artificiales, de cuya manufactura eran expertos en aquellos tiempos los egipcios.
En todo caso, nadie sabe el paradero del texto original, que se supone perdido o destruido, por lo que todos los expertos trabajan sobre referencias árabes y escritos latinos que las transcriben.
En la obra erudita escrita por R. Federmann, se lee que el texto de la Tabla está contenido en los Papiros de Leyden y de Estocolmo y que dicho texto es el mismo que los alquimistas han venido transmitiendo desde el siglo III y que ha llegado hasta nosotros en dos versiones distintas, una latina de la Edad Media y otra árabe del siglo IX, descubierta en 1923 por E. J. Holmyard y descifrada por J. Ruska en 1926.
El hipotético desubrimiento de esta Tabla está, como todo lo concerniente a los textos alquímicos envuelto en la leyenda. Según el mismo Holmyard, de acuerdo a versiones árabes, el texto fue descubierto por Sara, la Mujer de Abraham, quien lo encontró en una cueva cerca de la localidad de Hebrón, donde se supone fue enterrado Hermes.
Por su parte Federmann afirma que otros documentos mencionan que su primer descubridor fue el mismísimo Alejandro Magno, quien tras la conquista de Egipto, retiró de entre las manos del cadáver momificado de Hermes Trismegisto en la Cámara Sepulcral de la Gran Pirámide de Gizéh, la famosa Tabla Esmeraldina.
Otra versión, mencionada por Simón H. en sus escritos, dice que fue Apolonio de Tiana, de la antigüedad clásica, al que los árabes llamaron Beleno quien descubrió su secreto, ya que hallándose éste visitando una estatua de Hermes, prestó atención a una placa que decía: “Si alguien desea conocer el secreto de la creación de los seres que mire bajo mis pies”. Beleno pensó que efectivamente este secreto estaba allí y excavó bajo la estatua, encontrando un sofisticado subterráneo donde encontró el documento.
En la fantástica obra de SIRO ARRIBAS JIMENO, "La Fascinante Historia de La Alquimia Escrita por un Científico Moderno", de donde hemos tomado la mayoría de estos datos, podemos leer en sus propias palabras, algo que nos explica claramente una característica esencial de la escritura alquímica y la dificultad para llevar a cabo sus recetas, por la profusión de terminología hermética y su lenguaje oscuro, hecho con el propósito de confundir a los no iniciados. El nos dice:
["El simbolismo, las alegorías y las representaciones alquímicas son de tan difícil interpretación para el profano que para comprender su exacto significado hay que ser un experto en este críptico lenguaje o, por lo menos, un iniciado en las artes alquímicas..."]
["que significa que para seguir o descubrir los procesos de la Gran Obra haya que recurrir al empleo de imágenes de animales horrendos (El Ouroboros o dragón que se muerde la cola, otros espantosos dragones con los que hay que luchar y vencer, un león verde que devora el sol, las llameantes salamandras, las aguilas, el cuervo, etc.) o apelar a conceptos ininteligibles como el mercurio que no es mercurio, el azufre que tampoco es azufre, que uno es hembra y el otro macho y que cohabitan para dar un producto hermafrodita o "rabis" que corresponde con el mercurio filosofal o de los filósofos; o bien descifrar "el lenguaje de los pájaros", o no perder el mitológico hilo de Adriadna para salir del laberinto. Y la dificultad interpretativa aumenta al observar que a un mismo producto se le asignan nombres simbólicos distintos según sean los autores. Así por ejemplo al mercurio se le conoce, entre otros nombres, por la semilla del dragón, el rocío divino, el agua plateada, el agua de la luna, le leche de la vaca negra, la bilis del dragón, el eterno fugitivo, lo masculino, lo femenino, etc."]
[Para alcanzar estas metas hay que tener en cuenta tantas variables, algunas de ellas tan sutiles como la captación de la energía cósmica, que las fases de la Gran Obra han de ser meticulosas, lo que exige utilizar procedimientos que se escapan a la comprensión de un químico moderno.
Por ejemplo, la reiteración en la misma operación (solve et coagula) como puede ser la destilación de la misma agua cientos o miles de veces, no tiene sentido para un químico actual (algunos textos dicen que en estas sucesivas destilaciones el agua se enriquece en agua pesada, lo que tiene algo que ver con la longevidad de las células.) La recopilación del rocío al alba de los amaneceres y en condiciones astrológicas definidas, operar en la oscuridad o a la luz de la luna, etc., son ejemplos a los que, en principio, no se encuentra justificación en la ciencia moderna.
[Si a estas dificultades operativas se añade el hecho que para alcanzar el éxito es necesaria "la inspiración divina" o "la gracia de Dios", se comprende que a pesar de las innumerables tentativas realizadas por alquimistas de todas las épocas, fueron muy pocos los que llegaron al final...]
Entre los utensilios que los alquimistas daban mayor preponderancia, estaba en primer lugar el "huevo filosofal" o vaso secreto, un recipiente de vidrio de forma ovalada de cuya composición, forma y contextura dependía en gran medida el éxito o el fracaso del experimento.
Su forma esférica u ovoide era para imitar "el cosmos esférico", cuya influencia astral debía estar presente para contribuir al buen resultado de la Obra. Se ha dicho que algunos alquimistas bien encaminados en su trabajo y habiendo ya logrado fabricar el polvo rojo de la piedra filosofal, fracasaban en su intento por no haber escogido el huevo filosofal adecuado.
Pauwels y Bergier, en su famoso libro "El retorno de los Brujos", afirman que se conocen más de 100.000 obras o manuscritos de Alquimia, que están repartidos en bibliotecas de todo el mundo, escritos en diferentes épocas por los hombres más preparados y prestigiosos de su tiempo, cuyas anotaciones, descubrimientos y observaciones nunca han sido estudiados científicamente, considerándose "a prori" estas investigaciones sin valor alguno o como obras de ignorantes. Y que, al menos cien mil de estos libros dicen o anuncian contener investigaciones y secretos de la materia y de la energía. Tampoco se ha valorado que Reyes, Príncipes y Repúblicas a través de la historia, han fomentado innumerables expediciones a países lejanos para verificar hipotéticos descubrimientos y subvencionado investigaciones científicas de toda índole. No obstante, jamás se ha reunido a un grupo multidisciplinario de científicos, criptógrafos, historiadores, filósofos, físicos, químicos, matemáticos, biólogos y hombres de probado saber en una biblioteca de Alquimia con la misión de extraer lo que haya de verdadero y utilizable de estos viejos textos.
Podemos leer que muchos estudiosos afirman que la Alquimia y sus practicantes han desaparecido, pero eso es absolutamente falso. El propio Siro Arribas en su libro La Fascinante Historia de La Alquimia, nos proporciona antecedentes de un "alquimista francés, contemporáneo y actual, porque aún vive, Armand Barbault. En su obra "El Oro de la Milésima Mañana", Barbault explica que obtuvo, tras 15 años de trabajo, su "tintura o elixir amarillo" que curaba ciertas enfermedades resistentes a los tratamientos usuales, hecho que certifican, según consta en la obra citada los médicos que la utilizaron. En la preparación de este elixir, Barbault utilizó el oro junto a otros extraños componentes como el famoso "rocío de mayo" y la savia de arbustos jóvenes.
Sometida la tintura al análisis espectral por empresas farmacéuticas deseosas de industrializar la panacea, dicho análisis no encontró ni siquiera trazas de oro, a pesar de su color aurífico. Explica Barbault que, durante los procesos, el oro se había desprendido de su "alma" que es la que da a la tintura el color amarillo y las virtudes medicinales y terapéuticas del oro. Este se había separado de alguna forma de su envoltura material y transportado a un plano superior que la ciencia futura tendrá que descubrir".
Efectivamente a este respecto, los alquimistan creen firmemente que todos los cuerpos, incluidos los minerales, están constituidos por una materia y "un espíritu" o "alma" universales. Este espíritu lo impregna todo; algo así como lo que Aristóteles llamó la "quintaesencia" y que existe tanto en el macrocosmos como en el microcosmos.
Esta teoría, durante siglos fue reistida y considerada herética e improbable, en especial por el mundo científico, dado que a la luz de la ciencia no podía aceptarse que el reino mineral, que siempre se consideró materia inerte, pudiera tener un "espíritu" o un "alma".
Tuvieron que pasar otros cuantos siglos hasta que Henri Beckerel descubriera la radioactividad natural en ciertos compuestos de uranio a fines del siglo XIX, y que años después, Mdme. Curie la detectara intensamente en el mineral de uranio "pecheblanda", que no es otra cosa que un pedruzco. Por tanto, los antiguos alquimistas tenían razón. Cierta forma de energía existía inmersa en la llamada materia inerte...