jueves, 27 de mayo de 2010

EL ABSURDO DE LA INFALIBILIDAD PAPAL.

"Vale más una verdad dolorosa que una mentira piadosa". Anónimo.

Dicen que no hay nada más doloroso que llegar a establecer la verdad sobre algo que creíamos diferente y que teníamos por cierto. Eso es lo que debe haberle ocurrido a unas queridas amigas, señoras de cierta edad y reposada vida, que me reclamaron por mis últimos posts acerca de temas críticos sobre la actividad de la Inquisición y la Iglesia Católica en el medievo. Yo no sabía que ellas eran fervientes católicas practicantes y que por ende todo aquello que se refiere a su credo, es considerado, en cierta forma, como un ataque personal a sus convicciones.

Como no podía ser de otra manera, también recibí en mi correo algunos anónimos y tres o cuatro mensajes de personas de diferentes nacionalidades que planteaban su inquietud referente a determinados puntos analizados en estos artículos. A todos ellos les agradezco sus opiniones. De hecho, a los que pude, les envié respuesta, salvo a aquellos, que por elegir colocarse tras la muralla del anonimato, no me fue posible replantearles ninguna argumentación sobre sus juicios. Si puedo asegurarles desde aquí que no soy el anticristo.

Ello me motiva hoy, a dar una respuesta contundente y satisfactoria para sus interrogantes, en la idea que entre los cientos de personas que leyeron tales crónicas, posiblemente hay muchos más, que como los mencionados, no dieron crédito a lo expuesto.

Y esta contestación, concretamente tiene que ser en referencia a las dudas y aseveraciones, que encuentro de toda lógica, planteadas especialmente por mis amigas, las que se negaban a creer que los papas, tenidos por hombres santos por los fieles y muchos de ellos venerados como mártires de la iglesia y santificados en su momento, e incluso como me lo dijeron, por los cuales se reza y se pide su favor en las misas, pudieran tener alguna tacha en sus vidas.
Me contaron que se habían documentado y pedido a sus hijos que investigaran estas aseveraciones en Internet y que para gran dolor y mayor sorpresa, llegaron a la conclusión que efectivamente estas conductas dolosas de los Jefes de la Iglesia están certificadas en numerosos documentos. Pero insistieron en que la historia del juzgamiento del Papa Formoso por otro Papa cuando ya estaba muerto no podía ser real; que el señor cura de su parroquia, les había dicho que estas eran invenciones de los masones. Y que además, nada podría convencerlas de la infalibilidad papal, que según expresaron, era la palabra misma de Dios en la tierra por medio de su representante y la seguridad que la Iglesia daba a sus fieles de que lo que sale de la boca del sumo pontífice en materia religiosa, es sin duda una verdad santa e indiscutible y que ello estaba probado pues en toda la historia de la Iglesia, nunca estos jerarcas se han equivocado.

De nada sirvió que yo le dijera a estas damas, que muchos papas se han contradicho y cometido errores garrafales en sus bulas y dictámenes administrativos dictados ex cátedra y que incluso, lo que ha afirmado un Papa, su sucesor lo ha desautorizado.

Hoy, como expresé más arriba, creo que es importante disipar aquellas dudas y rechazos, especialmente de fieles católicos, que consideran que estas exposiciones son sesgadas e inventadas tal vez por los “enemigos” del catolicismo, creyentes a quienes solo se puede achacar escaso espíritu investigativo para documentarse debidamente y en algunos casos, excesiva credulidad.

Pero no seré yo quién exponga esta respuesta categórica. No sirve que otra vez repita los mismos argumentos latamente explicados anteriormente. Para este efecto, será bueno que los creyentes escuchen a uno de ellos, a un sacerdote católico, a un erudito de la doctrina cristiana y para mayor claridad a un distinguido Obispo, versado en estas materias.
Si me lo permiten, haremos entre todos un acto de magia cibernética. Viajaremos en la línea del tiempo y nos detendremos justo a tiempo para ser mudos y privilegiados testigos del momento preciso en que se realiza en Roma un Concilio Vaticano. No es cualquier Concilio, sino aquel donde se discutió y se determinó que la opinión de los papas era infalible.

Este Concilio Vaticano I, se conoce así, porque fue el primer Concilio celebrado en la Ciudad del Vaticano. Tuvo 4 sesiones: el 8 de Diciembre de 1869, el 6 de enero de 1870; el 24 de abril de 1870 y el 18 de julio de 1870, que es donde ahora nos encontramos.

Como se puede apreciar, el marco que se ofrece a nuestra vista es impresionante, el imponente recinto es una colmena de murmullos donde ni una sola palabra llega nítida a nuestros oídos. Más de setecientos Obispos, cardenales, teológos y funcionarios eclesiásticos, conversan, se mueven y se preparan para continuar con la larga jornada de intervenciones de Obispos y cardenales que enfocan el tema de la Orden del Día: La Constitución Dogmática Pastor Aeternus sobre la Iglesia de Cristo que declara el dogma de la infalibilidad papal.
Pero antes de concentrarnos en lo que ocurre al interior de esta solemne ceremonia, haremos un necesario paréntesis. Tenemos que situarnos en los hechos históricos de esa época y recordar que el Papa de entonces era Pío IX, elegido en 1846, de nombre Giovanni María Giambattista Pietro Pellegrino Isidoro Mastai Ferretti Sollazzi, (ahora Santo, beatificado 3 de septiembre del 2000) quien para su infortunio, debió vivir la tristeza del movimiento revolucionario europeo, que culminó con lo que se conoce como la Unificación de Italia.

Tristeza decimos, porque desde que Napoleón Bonaparte se adueñó de los Estados Pontificios en 1809 y los anexó al Imperio francés, éstas enormes posesiones del papado conocidas como el Tesoro de Pedro y que como ya comentamos fueron obtenidas en base al chantaje vaticano a los reinos europeos, con la carta falsificada de Constantino, ya no eran administradas por la Iglesia.
En ese momento, Napoleón no solo le arrebató al Vaticano los Estados Pontificios, sino que apresó al Papa de entonces Pío VII y lo mantuvo cautivo en Savona.
Cuando Napoleón fue derrotado, efímeramente estas posesiones espúreas, volvieron gracias a las maquinaciones del papado a su poder, pero los nuevos aires revolucionarios derivaron en toda Europa en políticas de unidad nacional, con concentración de sus territorios definitivos.

Cuando el rey sardo-piamontés Carlos Alberto de Saboya declaró la guerra a Austria, el Papa Pío IX no quiso unirse a la causa, actitud que no le perdonó nunca el pueblo romano. El Reino de Piamonte-Cerdeña fue el que lideró la reunificación italiana y su monarca fue Víctor Manuel II, que fue rey de Italia en 1861. En 1860 Víctor Manuel le solicitó formalmente al Papa la entrega de Umbría y de Marcas, los últimos territorios sobre los que la iglesia aún tenía autoridad, pues el resto, se había subordinado de la tuición papal y por resolución plebiscitaria se anexaron al Piamonte.
El Papa, en rebeldía, juntó un ejército y se enfrentó a las tropas piamontesas, pero fue derrotado en Castelfidardo y Ancona y a partir de esa fecha los famosos Estados Pontificios, quedaron definitivamente desmembrados, después de 11 siglos, más de mil años, en que el Vaticano hizo de ellos estados independientes europeos bajo la égida de la Iglesia Católica.

Pío IX se negó a reconocer el reino de Italia, a establecer relaciones diplomáticas con él y rechazó las garantías personales que se ofrecían y excomulgó al rey Víctor Manuel II de Saboya. Mediante la bula Non Expedit prohibió a los católicos, bajo severas penas canónicas, toda participación activa en la política italiana, incluido el sufragio.
En una muestra de desafío, el Papa Pío IX y sus sucesores se autoproclamaron “prisioneros en el Vaticano”, cuando el reino papal en Roma acabó a la fuerza y se negaron a aceptar la pérdida de los Estados Papales y el poder secular.


A su vez, los Estados Papales se integraron al resto de Italia para formar el nuevo Reino de Italia unificado bajo el rey Víctor Manuel II y la ciudad de Roma se convirtió en la capital.

Tuvieron que pasar 59 años hasta que, el 11 de febrero de 1929, Pío XI y Benito Mussolini suscribieran los Pactos de Letrán, en virtud de los cuales la iglesia reconocía a Italia como estado soberano, y ésta hacía lo propio con la Ciudad del Vaticano, pequeño territorio independiente de 44 hectáreas bajo jurisdicción pontificia.


Bien, Concentrémonos ahora en el desarrollo del Concilio. Se apresta a hacer uso de la palabra el Obispo Joseph Georg Strossmayer. A él me refiero cuando digo que no seré yo quien contestará aquellas dudas. Dejo en buenas manos tal responsabilidad.

Este Obispo, como todos los que asisten a este Concilio Vaticano, es un hombre de iglesia y representa a todos los católicos de Croacia-Eslavonia. Fue ordenado sacerdote católico en 1838. Doctor en Filosofía, graduado en Budapest en 1840. Doctor en Teología, graduado en Viena en 1842. Profesor de Ley Canónica en la Universidad de Viena. El 18 de noviembre de 1849 nombrado obispo de Diakovar, con el título oficial de Obispo de Bosnia, Eslavonia y Srijem. Administrador papal de Belgrado.

Su alocución, pausada, con ejemplos y respuestas improvisadas en las constantes interrupciones de que fue objeto, se dice que demoró tres horas.

Ahora escuchémosle, porque su palabra viene del pasado y a pesar que ha sido ocultada cuidadosamente su intervención por la iglesia, su razonamiento ha permanecido en el tiempo incólume, así como su tremenda valentía en defensa de la decencia y la verdad.

Su testimonio, constituye un juicio valórico para quienes buscan descubrir el significado de la fe, la autoridad de lo expresado en los libros sagrados y la libertad de exponer la opinión personal, reflexiva y fundamentada en cualquier tribuna. Sus objeciones no fueron dichas a la distancia, sino en el mismo lugar donde se fraguaba la invención del nuevo dogma de la infalibilidad del Papa.
Quien presidía el Cónclave, era el propio Papa Pío IX, en ejercicio de su cargo y con toda la potestad de que se encuentran investidos los Jefes de la Iglesia. Los convocados, eran Príncipes de la Iglesia, Cardenales y Obispos, Jefes de Congregaciones y los Teólogos más relevantes del catolicismo, que habían venido de todos los lugares del planeta. Y la atmósfera que se vivía en este recinto secreto, al que estamos accediendo por las expresiones de este valiente Obispo Católico, eran de gran tensión.


El Obispo Strossmayer, siguió siendo Obispo después de este Concilio y murió en su cama habiéndosele otorgado los máximas honores y acreditaciones de su rango por el Papa. Supongo que estos antecedentes serán justamente evaluados por los fieles y que sus dichos y aseveraciones no serán puestos en duda.
TIENE LA PALABRA EL OBISPO DE CROACIA JOSEPH GEORG STROSSMAYER:


Venerables Padres y Hermanos:

No sin temor, pero con una conciencia libre y tranquila ante Dios que vive y me ve, tomo la palabra en medio de vosotros, en esta augusta asamblea.
Desde que me hallo sentado aquí con vosotros, he seguido con atención los discursos que se han pronunciado en esta sala, ansiando con grande anhelo que un rayo de luz, descendiendo de arriba, iluminase los ojos de mi inteligencia y permitiese votar los cánones de este Santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de causa.

Penetrado del sentimiento de responsabilidad, por lo cual Dios me pedirá cuenta, me he propuesto estudiar con escrupulosa atención los escritos del Antiguo y Nuevo Testamento y he interrogado a estos venerables monumentos de la verdad, para que me diesen a saber si el Santo Pontífice, que preside aquí, es verdaderamente el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo e Infalible doctor de la Iglesia.

Para resolver esta grave cuestión me he visto precisado a ignorar el estado actual de las cosas y a transportarme en mi imaginación, con la antorcha del Evangelio en las manos, a los tiempos que ni el Ultramontanismo ni el Galicanismo existían, y en los cuales la Iglesia tenía por doctores a San Pablo, San Pedro, Santiago y San Jorge, doctores a quienes nadie puede negar la autoridad divina sin poner en duda lo que la Santa Biblia, que tengo delante, nos enseña y la cual el Concilio de Trento proclamó como la regla de la fe y de la moral.

He abierto, pues, estas sagradas páginas: y bien, ¿me atreveré a decirlo..?

Nada he encontrado que sancione próxima o remotamente la opinión de los ultramontanos. Aún es mayor mi sorpresa, porque no encuentro en los tiempos apostólicos nada que haya sido cuestión de un Papa sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco a Mahoma que no existía aun.

Vos, monseñor Manning, diréis que blasfemo; y vos, monseñor Fie, diréis que estoy demente. ¡No, monseñores, no blasfemo, ni estoy loco! Ahora bien, habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro ante Dios con mi mano elevada al gran Crucifijo, que ningún vestigio he podido encontrar del Papado, tal como existe ahora.

No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, y con vuestros murmullos e interrupciones justifiquéis a los que dicen como el padre Jacinto, que este Concilio no es libre, porque vuestros votos han sido de antemano impuestos. Si tal fuese el hecho, esta augusta asamblea, hacia la cual todas las miradas del mundo están dirigidas, caería en el más grande descrédito.

Si deseáis ser grandes, debemos ser libres. Agradezco a su excelencia, monseñor Dupanloup, el signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me alienta y prosigo. Leyendo, pues, los santos Libros con toda la atención de que el Señor me ha hecho capaz, no encuentro un sólo capítulo, o un versículo, en el cual Jesús dé a San Pedro la jefatura sobre los apóstoles, sus colaboradores.
Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos sea su Santidad Pío IX, extraño es que no les hubiese dicho: "Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como ahora me obedecéis a mí. Le establezco por mi Vicario en la tierra”.

No solamente calla Cristo sobre este particular, sino que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando promete tronos a sus apóstoles, para juzgar a las doce tribus de Israel (Mateo, 19:28), les promete doce, uno para cada uno, sin decir que de entre dichos tronos uno sería más elevado, el cual pertenecía a Pedro.

Indudablemente, si tal hubiese sido su intento, lo indicaría. ¿Que hemos de decir de su silencio? La lógica nos conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la cabecera del colegio apostólico. Cuando Cristo envió a los apóstoles a conquistar el mundo, a todos dio la promesa del Espíritu Santo. Permitidme repetirlo: si El hubiese querido constituir a Pedro en su Vicario, le hubiera dado el mando supremo sobre su ejército espiritual.

Cristo, así lo dice la Santa Escritura, prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o ejercer señorío o tener potestad sobre los fieles, como hacen los reyes gentiles. (Lucas, 22, 25, 26). Si San Pedro hubiese sido elegido Papa. Jesús no diría esto; porque según vuestra tradición, el Papado tiene en sus manos dos espadas, símbolos del poder espiritual y temporal.

Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo: Resolviéndola en mi mente me he dicho a mi mismo: si Pedro hubiese sido elegido Papa, ¿se permitiría a sus colegas enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el Evangelio del Hijo de Dios? (Hechos, 2:15).

¿Que os parecería, venerables hermanos, si nos permitiésemos ahora mismo enviar a su Santidad Pío IX, y a su eminencia monseñor Plautier al Patriarca de Constantinopla para persuadirle a que pusiese fin al cisma del Oriente?

Más, he aquí otro hecho de mayor importancia. Un Concilio Ecuménico se reúne en Jerusalén para decidir cuestiones que dividían a los fieles. ¿Quien debiera convocar este Concilio si San Pedro fuese Papa? Claramente San Pedro ¿Quién debiera presidirlo? San Pedro o su delegado. ¿Quien debiera formar o promulgar los cánones? San Pedro.
Pues bien, ¡Nada de esto sucedió! Nuestro apóstol asistió al Concilio, así como los demás, pero no fue quien reasumió la discusión sino Santiago y cuando se promulgaron los decretos se hizo en nombre de los apóstoles ancianos y hermanos. (Hechos, 15).

¿Es esta la práctica de nuestra Iglesia? Cuanto más lo examino, ¡Oh venerables hermanos! tanto más estoy convencido que en las Sagradas Escrituras, el hijo de Jonás no parece ser el primero.

Ahora bien; mientras nosotros enseñamos que la Iglesia está edificada sobre SanPedro, San Pablo, cuya autoridad no puede dudarse, dice en su epístola a los Efesios, 2:2o, que “está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Cristo mismo”.
Este mismo apóstol cree tan poco en la supremacía de Pedro, que abiertamente culpa a los que dicen: "somos de Pablo, somos de Apolo (1º. Corintios 1:12) ; así como culpa a los que dicen: "somos de Pedro".
Si este último apóstol hubiese sido el Vicario de Cristo, San Pablo se habría guardado bien de no censurar con tanta violencia a los que pertenecían a su propio colega. El mismo apóstol Pablo, al enumerar los oficios de la Iglesia, menciona apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y pastores.

¿Es creíble, mis venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de los gentiles, olvidase el primero de estos oficios del Papado, si el Papado fuera de divina institución? Este olvido me parece tan imposible como el de un historiador de este Concilio que no hiciese mención de su Santidad Pío IX. (Varias veces: ¡Silencio, hereje, silencio!

Calmaos, venerables hermanos, que todavía no he concluido. Impidiéndome que prosiga, manifestaríais al mundo que procedéis sin justicia, cerrando la boca de un miembro de esta asamblea.

Continuaré: el apóstol Pablo no hace mención en ninguna de sus epístolas, a las
diferentes iglesias, de la primacía de Pedro. ¿Si esta primacía existiese, si, en una palabra, la Iglesia hubiese tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible en enseñanzas, podría el gran apóstol de los gentiles olvidar el mencionarla? ¡Que digo! Más probable es que hubiese escrito una larga epístola sobre esta importante materia.

Entonces, cuando el edificio de la doctrina cristiana fue erigido ¿podría, como lo hace, olvidarse de la fundición, de la clave del arco? Ahora bien; si no opináis que la Iglesia de los apóstoles fue herética, lo que ninguno de vosotros desearía u osaría decir, estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fue mas bella más pura, ni mas Santa que en los tiempos en que no hubo Papa. (Gritos de: ¡No es verdad!)

¿No es verdad? No. Digo monseñor Laval, "No", Si alguno de vosotros, mis venerables hermanos, se atreve a pensar que la Iglesia que hoy tiene un Papa por cabeza, es más firme en la fe, más pura en la moralidad que la Iglesia apostólica, dígalo abiertamente ante el universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras palabras volarán de polo a polo.

Prosigo: ni en los escritos de San Pablo, San Juan o Santiago se descubre traza alguna o germen del poder Papal.
San Lucas, el historiador de los trabajos misioneros de los apóstoles, guarda silencio sobre este importantísimo punto. El silencio de estos hombres santos, cuyos escritos forman parte del canon de las divinamente inspiradas Escrituras me parece tan penoso e imposible si Pedro fuese Papa, y tan inexcusable como si Thievs, escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte, omitiese el título de emperador.

Veo delante de mí un miembro de la asamblea que dice señalándome con el dedo: "¡Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido entre nosotros con falsa bandera".

No, no, mis venerables hermanos; no he entrado en esta augusta asamblea como un ladrón por la ventana sino por la puerta, como vosotros; mi título de obispo me dio derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo sea verdad.

Lo que más me ha sorprendido y que, además, se puede demostrar es el silencio del mismo San Pedro. Si el apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir, Vicario de Jesucristo en la tierra, él, al menos, debiera saberlo. Si lo sabía ¿como sucede que ni una sola vez obró como Papa?

Podría haberlo hecho el día de Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo; en el Concilio de Jerusalén, y no lo hizo; en Antioquia, y no lo hizo; como tampoco lo hace en las dos epístolas que dirige a la Iglesia. ¿Podéis imaginaros un tal Papa, mis venerables hermanos, si es que Pedro era Papa?

Resulta, pues, que si queréis sostener que fue Papa, la consecuencia natural es que él no lo sabía.
Ahora pregunto a todo el que tenga cabeza con que pensar y mente con qué reflexionar: ¿son posibles estas dos suposiciones? Digo, pues, que mientras los apóstoles vivían, la Iglesia nunca pensó que había Papa. Para sostener lo contrario, sería necesario entregar las Sagradas Escrituras a las llamas o ignorarlas por completo. Pero escucho decir por todos lados: "Pues qué, ¿no estuvo San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza abajo? ¿No se hallan los lugares donde enseñó, y los altares donde dijo misa, en esta ciudad eterna?
Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables hermanos, sólo sobre la tradición; más aún, si hubiese sido obispo de Roma ¿cómo podéis probar con su episcopado su supremacía?

Scaligero, uno de los hombres más eruditos, no vacila en decir que el episcopado de San Pedro y su residencia en Roma, deben clasificarse entre las leyendas ridículas.
("Repetidos gritos: ¡Tapadle la boca; hacedle descender del púlpito).

Venerables hermanos, estoy pronto a callarme, más ¿no es mejor en una asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el apóstol y creer todo lo que es bueno?.

Pero, mis venerables amigos, tenemos un dictador ante el cual todos debemos postrarnos y callar, aún su Santidad Pío IX, e inclinar la cabeza. Ese dictador es la historia.
Esta no es como un legendario que puede reformar el estilo con que el alfarero hace su barro, sino como un diamante que esculpe en el cristal palabras, indelebles. Hasta ahora me he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del Papado en los tiempos apostólicos; la falta es suya; no es mía.

¿Queréis quizá colocarme en la posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis.
Oigo a la derecha estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia" (Mat. 16: 18). Contestaré esta objeción después, mis venerables hermanos; más, antes de hacerlo, deseo presentaros el resultado de mis investigaciones históricas.

No hallando ningún vestigio del Papado en los tiempos apostólicos, me dije a mí mismo: quizá hallaré al papa en los cuatro primeros siglos y no he podido dar con él. Espero que ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del santo obispo de Nipona, el grande y bendito San Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la Iglesia católica, fue secretario en el Concilio de Melina. En los decretos de esa venerable Asamblea, se
hallan estas palabras: "Todo el que apelase a los de otra parte del mar, no será admitido en la comunión por ninguno en el África”.

Los obispos de África reconocían tan poco a los obispos de Roma que castigaban con excomunión a los que recurriesen a su arbitrio. Estos mismos obispos en el sexto Concilio de Cartago, celebrado bajo Aurelio obispo de dicha ciudad, escribieron a Celestino, obispo de Roma, amonestándole que no recibiese a los obispos, sacerdotes o clérigos de África; que no enviase más legados o comisionados y que no introdujese el orgullo humano en la Iglesia.

Que el patriarca de Roma había desde los primeros tiempos, tratado de atraerse a sí mismo toda autoridad, es un hecho evidente; y lo es también igualmente, que no poseía la supremacía que los Ultramontanos le atribuyen. Si la poseyese, ¿osarían los obispos de África, San Agustín entre ellos, prohibir apelaciones a los decretos de su supremo tribunal? Confieso, sin embargo, que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto.

Una de las Leyes de Justiniano dice: "Mandamos, conforme a la
definición de los cuatro Concilios, que el Santo Papa de la antigua Roma sea el primero de los obispos, y que su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la nueva Roma, sea el segundo".

Inclínate, pues, a la supremacía del Papa, me diréis.

No corráis tan apresurados a esa conclusión mis venerables hermanos, porque la Ley de
Justiniano lleva escrito al frente: “del orden de sedes patriarcales". Procedencia es una cosa, y el poder de jurisdicción es otra. Por ejemplo: suponiendo que en Florencia se reuniese una asamblea de todos los obispos del reino, la procedencia se daría naturalmente al primado de Florencia, así como entre los occidentales se concedería al patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al Arzobispo de Canterbury. Pero ni el primero, segundo o tercero, podría aducir de la asignada posición una jurisdicción sobre sus compañeros.

La importancia de los obispos de Roma procede no de un poder divino sino de la importancia de la ciudad donde está la Sede.

Monseñor Darvoy no es superior en dignidad al arzobispo de Avignón; más, no obstante, París le da una consideración que no tendría, si en vez de tener su palacio en las orillas del Sena se hallase sobre el Ródano.
Esto que es verdadero en la jerarquía religiosa, lo es también en materias civiles y políticas. El prefecto de Roma no es más que un prefecto como el de Pisa; pero civil y políticamente es de mayor importancia aquel.

He dicho ya que desde los primeros siglos, el patriarca de Roma aspiraba al gobierno universal de la Iglesia; desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no consiguió ciertamente sus pretensiones, porque el emperador Teodosio II hizo una Ley, por la cual estableció que el Patriarca de Constantinopla tuviera la misma autoridad que el de Roma.

Los padres del Concilio de Calcedonia, colocan a los obispos de la antigua y de la nueva Roma en la misma categoría de todas las cosas, aun en las eclesiásticas. (Can. 28).
El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos los obispos que se abrogasen el título de príncipes de los obispos u obispos soberanos.


En cuanto al título Obispo Universal, que los Papas se abrogaron más tarde Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él, escribió estas notables palabras: "Ninguno de mis antecesores ha consentido en llevar este título profano, porque cuando un Patriarca se abroga a sí mismo el nombre de universal, el título de patriarca sufre descrédito. Lejos esté pues de los cristianos, el deseo de darle un título que cause descrédito a sus hermanos". San Gregorio dirigió estas palabras a su colegio de Constantinopla que pretendía hacerse primado de la Iglesia.

El Papa Pelagio II llamaba a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, impío y profano. "No se le importe", decía, "El título universal" que Juan ha usurpado ilegalmente, que ninguno de los patriarcas se abrogue ese nombre profano, porque ¿cuantas desgracias no debemos esperar si entre los sacerdotes se suscitan tales ambiciones?

Alcanzarían lo que se tiene predicho de ellos: "El es el rey de los hijos del orgullo". (Pelagio" Lett. 13).

Estas autoridades, y podría citar cien más de igual valor, ¿no prueban con una claridad igual al resplandor del sol en medio del día, que los primero obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos y cabezas de la Iglesia, sino hasta tiempos muy posteriores?

Y por otra parte ¿quién no sabe que desde el año 325, en el cual se celebró el primer Concilio de Nicea, hasta 580, año en que fue celebrado el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, y entre más de 1,109 obispos que asistieron a los primeros seis Concilios Generales, no se hallaron presentes más que 19 obispos de occidente?

¿Quién ignora que los Concilios fueron convocados por los emperadores, sin siquiera informarle de ello, y frecuentemente aun en oposición a los deseos del obispo de Roma?

O,¿que Osio, obispo de Córdova, presidió el primer Concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio, presidiendo después el Concilio de Sárdica, excluyó al legado de Julio, obispo de Roma. No diré más, mis venerables hermanos, y paso a hablar del gran argumento a que me referí anteriormente para establecer el Primado del obispo de Roma.

Por la roca (pétrea), sobre que la Santa Iglesia está edificada, entendéis que es Pedro.
Si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; más nuestros antepasados, y ciertamente debieron saber algo, no se oponían sobre esto como nosotros, San Cirilo, en su cuarto libro sobre la Trinidad, dice: "Creo por la roca debéis entender la fe inmóvil de los apóstoles".

San Hilario, obispo de Poitiers, en su segundo libro sobre la Trinidad, dice: "La roca (pétrea) es la bendita y sola roca de la fe confesada por la boca de San Pedro"; y en su sexto libro de la trinidad dice: "Es sobre esta roca de la confesión, de la fe, que la Iglesia está edificada".

"Dios, dice San Jerónimo, en el sexto libro sobre San Mateo; ha fundado su Iglesia sobre esta roca, y es de esta roca que el apóstol Pedro fue apellidado". De conformidad con él, San Crisóstomo dice en su Homilía 53 sobre San Mateo: "Sobre esta roca edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de la confesión".

Ahora bien, ¿cuál fue la confesión del apóstol? Hela aquí: "Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente".

Ambrosio, el santo arzobispo de Milán, sobre el segundo capítulo de la Epístola a los Efesios; San Basilio de Selencia y los padres del Concilio de Calcedonia, enseñan precisamente la misma cosa.

Entre todos los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros puestos por su sabiduría y santidad. Escuchad, pues, lo que escribe sobre la primera epístola de San Juan: "¿Que significan las palabras edificaré mi Iglesia sobre esta roca, sobre esta fe, sobre eso que dices, tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente"?

En su tratado 124 sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase: "Sobre esta roca, que tu has confesado, edificaré mi Iglesia, puesto que Cristo mismo es la roca".

El gran obispo creía tan poco que la Iglesia fuese edificada sobre San Pedro, que dijo a su grey en su sermón 13: "Tú eres Pedro y sobre esta roca (pétrea) que tú has confesado, sobre esta roca que tú has reconocido: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. La edificaré sobre mí mismo, y no sobre tí"

Lo que San Agustín enseña sobre este célebre pasaje, era la opinión de todo el mundo
cristiano en sus días; por consiguiente, reasumo y establezco:
1o. Que Jesús dio a sus apóstoles el mismo poder que dio a Pedro.
2o. Que los apóstoles nunca reconocieron en San Pedro al Vicario de Jesucristo y al infalible doctor de la Iglesia.
3o. Que los Concilios de los cuatro primeros siglos, mientras reconocían la alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia por motivo de Roma, tan sólo le otorgaron una preeminencia honoraria, nunca el poder y la jurisdicción.
4o. Que los Santos padres en el famoso pasaje "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", nunca entendieron que la Iglesia estaba edificada sobre San Pedro, sino sobre la roca, es decir, sobre la confesión de la fe del apóstol.

Concluyo victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica el buen sentido y la conciencia cristiana, que Jesucristo no dio supremacía alguna a San Pedro, y que los Obispos de Roma no se constituyeron soberanos de la Iglesia, sino tan sólo confesando uno por uno todos los derechos del episcopado. (Voces: ¡Silencio! insolente. Protestante. ¡Silencio!)

¡No soy un protestante insolente! La historia no es católica, ni anglicana, ni Calvinista, ni Luterana, ni Armeniana, ni Griega Cismática, ni Ultramontana. Es lo que es decir, algo más poderoso que todas las confesiones de la fe, que todos los Cánones de los Concilios Ecuménicos.
Escribid contra ella si osáis hacerlo, más no podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del Coliseo, podríais hacerlo derribar. Si he dicho algo que la historia pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia; y sin un momento de titubeo, haré la más honorable apología. Más tened paciencia, y veréis que todavía no he dicho todo lo que quiero y puedo y aun si la pira fúnebre me aguardase en la Plaza de San Pedro, no callaría, porque me siento precisado a proseguir.

Monseñor Dupanleup, en sus célebres "Observaciones" sobre este Concilio Vaticano, ha dicho, y con razón, que si declaramos a Pío IX infalible, deberemos necesariamente, y de lógica natural, vernos precisados a mantener que todos sus predecesores eran también infalibles. Pero, venerables hermanos, aquí la historia levanta su voz con autoridad, asegurándonos que algunos Papas erraron. Podréis contestar contra esto o negarlo, si así os place; más yo lo probaré.

El Papa Víctor (192) primero aprobó el montanismo y después lo condenó. Marcelino (296 a 303) era un idólatra. Entró en el Templo de Vesta y ofreció incienso a la diosa. Diréis que fue acto de debilidad, pero contesto: Un Vicario de Jesucristo muere, más no se hace apóstata.
Liberio (358) consintió en la condenación de Atanasio; después hizo profesión de Arianismo para lograr que se revocase el destierro y se le restituyese su sede.
Honorio (625) se adhirió al monotolismo; el padre Gatry lo ha probado hasta la evidencia.
Gregorio I (578 a 590) llama Anticristo a cualquiera que se diese el nombre de Obispo Universal; y al contrario, Bonifacio III (607 a 608) persuadió al emperador parricida, Phocas a que le confiriera dicho título.
Pascal II (1088 a 1099) y Eugenio III (1145 a 1153) autorizaron los desafíos, mientras que Julio II (1599) y Pío IV (1560) los prohibieron.
Eugenio IV (1431 a 1439) aprobó el Concilio de Basilea y la restitución del cáliz a la Iglesia Bohemia, y Pío II (1458) revoca la concesión.
Adriano II (867 a 872) declaró válido el matrimonio civil; pero Pío VII (1800 a 1823) lo condenó.
Sixto V (1585 a 1590) compró una edición de la Biblia y con una bula recomendó su lectura; más Pío VII condenó su lectura.
Clemente XIV 1700 a 1721) abolió la Compañía de los Jesuitas, permitida por Pablo II, y
Pío VII la restableció.

Más, ¿a que buscar pruebas tan remotas? ¿No ha hecho otro tanto nuestro santo padre que está aquí, en su bula, dando reglas para este mismo Concilio, en el caso de que muriese mientras se halla reunido, revocando cuanto en tiempos pasados fuese contrario a ello, aun cuando procediese de las decisiones de sus predecesores?

Y, ciertamente, si Pío IX ha hablado ex cátedra, no es cuando desde lo profundo de su tumba impone su voluntad sobre los soberanos de la Iglesia.

Nunca concluiría mis venerables hermanos, si tratase de presentar a vuestra vista las contradicciones de los Papas en sus enseñanzas; por lo tanto, si proclamáis la infalibilidad del Papa actual, tendréis que probar o bien que los Papas nunca se contradijeron, lo que es imposible, o bien tendréis que declarar que el Espíritu Santo os ha revelado que la infalibilidad del Papado es tan sólo de fecha 1870.

¿Sois bastante atrevidos para hacer esto? Quizá los pueblos estén indiferentes y dejen pasar cuestiones teológicas que no entienden y cuya importancia no ven; pero aun cuando sean indiferentes a los principios, no lo son en cuanto a los hechos.
Pues bien, no os engañéis a vosotros mismos. Si decretáis el dogma de la infalibilidad Papal, los protestantes, nuestros adversarios, montarán la brecha, con tanta más bravura cuanto tienen la historia de su lado, mientras que nosotros sólo tendremos nuestra negación que oponerles.

¿Qué les diremos cuando expongan a todos los obispos de Roma, desde los días de Lucas hasta su Santidad Pío IV? ¡Ay! Si todos hubiesen sido como Pío IX triunfaríamos en toda la línea; más, ¡desgraciadamente no es así! (Gritos de: ¡Silencio, silencio! ¡Basta, basta!)


¡No gritéis, monseñor! Temer a la historia es confesaros derrotados. Y, además, aun si pudierais hacer correr toda el agua del Tíber sobre ella, no podrías borrar ni una sola de sus páginas. Dejadme hablar y seré tan breve como sea posible en este importantísimo asunto.

El Papa Virgilio (538) compró el papado a Belisario, teniente del emperador Justiniano. Es verdad que rompió su promesa y nunca pagó por ello. ¿Es esta una manera canónica de ceñirse la tiara?
El segundo Concilio de Calcedonia lo condenó formalmente. En uno de sus cánones se lee: "El obispo que obtenga su episcopado por dinero, lo perderá y será degradado". El Papa Eugenio III (1145) imitó a Virgilio.

San Bernardo, la estrella brillante de su tiempo, reprendió al Papa, diciéndole:" ¿Podrás enseñarme en esta gran ciudad de Roma alguno que os hubiere recibido por Papa sin haber primero recibido oro o plata por ello?

Mis venerables hermanos: ¿será Papa el que establece un banco a las puertas del templo, inspirado por el Espíritu Santo? ¿Tendrá derecho de enseñar a la Iglesia la infalibilidad? Conocéis la historia de Formoso demasiado bien, para que yo pueda añadir nada.
Esteban VI hizo exhumar su cuerpo vestido con ropas Pontificales; hizo cortarle los dedos con que acostumbraba dar la bendición y después lo hizo arrojar al Tíber, declarando que era un perjuro e ilegítimo.
Entonces el pueblo aprisionó a Esteban lo envenenó y lo agarrotaron. Más, ved cómo las cosas se arreglaron. Romano, sucesor de Esteban, y tras él, Juan X, rehabilitaron la memoria de Formoso.

Quizá me diréis, esas son fábulas no historia. ¡Fábulas: Id, monseñores, a la librería del Vaticano y leed a Platina, el historiador del Papado, y los anales del Baronio (897). Estos son hechos qué, por honor de la Santa Sede, desearíamos ignorar; más cuando se trata de definir un dogma que podría provocar un gran cisma en medio de nosotros, el amor que abrigamos hacia nuestra venerable madre la Iglesia Católica, apostólica y Romana, ¿deberá imponernos el silencio?
Prosigo, El erudito cardenal Baronio, hablando de la corte Papal, dice: .....
Haced atención, mis venerables hermanos, a estas palabras. "¿Que parecía la Iglesia Romana en aquellos tiempos?

¡Que infamia! Sólo las poderosísimas cortesanas gobernaban en Roma. Eran
ellas las que daban, cambiaban y se tomaban obispos; y, ¡horrible! es relatarlo, hacían a sus amantes, los falsos Papas, subir al trono de San Pedro". (Baronio, 912).

Me contestaréis: esos eran Papas falsos, no los verdaderos. Séalo así, más en este caso, si por cincuenta años la Sede de Roma se hallaba ocupada por anti - Papas, ¿cómo podréis reunir el hilo de la sucesión Papal?

¡Pues qué! ¿Ha podido la Iglesia existir, al menos por el término de un siglo y medio sin cabeza, hallándose acéfala?

¡Notad bien! La mayor parte de esos anti-Papas se ven en el árbol genealógico del Papado y, seguramente, deben ser éstos los que describe Baronio, por que aun
Genebrardo el gran adulador de los Papas, se atrevió a decir en sus crónicas (901): "Este centenario a sido desgraciado, puesto que por cerca de ciento cincuenta años los Papas han caído de las virtudes de sus predecesores y se han hecho apóstatas más bien que apóstoles".


Bien comprendo porqué el ilustre Baronio se avergonzaba al narrar los actos de obispos romanos.
Hablando de Juan XI (931), hijo natural del Papa Sergio y de Marozia, escribió estas palabras en sus Anales: "La Santa Iglesia, es decir la Romana, ha sido vilmente atropellada por un monstruo.

Juan XII (956), Elegido Papa a la edad de 18 años, mediante las influencias de las cortesanas, no fue en nada mejor que su predecesor".
Me desagrada, mis venerables hermanos, tener que mover tanta suciedad. Me callo tocante a Alejandro VI padre y amante de Lucrecia; doy la espalda a Juan XXII (1219) que negó la inmortalidad del alma y que fue depuesto por el Santo Concilio Ecuménico de Constanza.

Algunos alegarán que este Concilio sólo fue privado. Séalo así; pero si le negáis toda clase de autoridad, deberéis deducir como consecuencia lógica, que el nombramiento de Martín V (1417) era ilegal. Entonces, ¿donde va a parar la sucesión Papal? ¿Podréis hallar su hilo? No hablo de los cismas que han deshonrado a la Iglesia. En esos desgraciados tiempos la sede de Roma se halla ocupada por dos y a veces hasta por tres competidores. ¿Quién de estos era el verdadero Papa?

Resumiendo una vez más, vuelvo a decir que, si decretáis la infalibilidad del actual obispo de Roma, deberíais establecer la infalibilidad de todos los anteriores, sin excluir a ninguno. Más, ¿podréis hacer esto cuando la historia está allí probando con una claridad igual a la del sol mismo, que los Papas han errado en sus enseñanzas? ¿Podréis hacerlo y sostener que Papas avaros, incestuosos, homicidas, simoniacos, han sido Vicarios de Jesucristo?

¡Ay, venerables hermanos!, mantener tal enormidad sería hacer traición a Cristo peor que Judas; sería echarle suciedad a la cara. (Gritos: ¡Abajo del púlpito! ¡Cerrad! la boca del hereje)

Mis venerables hermanos, estáis gritando. ¿Pero no sería más digno pesar mis razones y mis palabras en la balanza del santuario? Creedme, la historia no puede hacerse de nuevo; allí está y permanecerá por toda la eternidad, protestando enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad Papal. Podéis declararla unánime, ¡pero faltaría un voto, y ese será el mío. Los verdaderos fieles, monseñores, tienen los ojos sobre nosotros, esperando de nosotros algún remedio, para los innumerables males que deshonran la Iglesia. ¿Desmentiréis sus esperanzas?

¿Cuál no será nuestra responsabilidad ante Dios, si dejamos pasar esta solemne ocasión que Dios nos ha dado para curar la verdadera fe?

Abracémosla, mis hermanos; amémonos con un ánimo santo; hagamos un supremo y generoso esfuerzo. Volvamos a la doctrina de los apóstoles, puesto que fuera de ella, no hay más que horrores, tinieblas y tradiciones falsas. Aprovechemos de nuestra razón e inteligencia, tomando a los apóstoles y profetas por nuestros únicos maestros, en cuanto a la cuestión de las cuestiones:
"¿Que debo hacer para ser salvo? Cuando hayamos decidido esto habremos puesto el fundamento de nuestro sistema dogmático, firme e inmóvil como la roca, constante e incorruptible de las divinamente inspiradas Escrituras. Llenos de confianza, iremos ante el mundo y como el apóstol San Pablo en presencia de los libres pensadores, no reconoceremos a nadie "más que a Jesucristo y éste Crucificado".

Conquistaremos la predicación de la "locura de la Cruz", así como San Pablo conquistó a los sabios de Grecia y Roma, y la Iglesia Romana tendrá su glorioso 89. (Gritos clamorosos: ¡Bájate. ¡Fuera el Protestante, el Calvinista, el traidor a la Iglesia)…

Vuestros gritos, monseñores, no me atemorizan. Si mis palabras son calurosas, mi cabeza está serena Yo no soy de Lutero, ni de Calvino, ni de Pablo, ni de apóstoles, pero si de Cristo.

(Renovados gritos: ¡Anatema! ¡Anatema al apóstata). ¡Anatema, monseñores, anatema!

Bien sabéis que no estáis protestando contra mí, sino contra los santos apóstoles, bajo cuya protección desearía que este concilio colocase a la Iglesia!

¡Ah!, si cubiertos con sus mortajas saliesen de sus tumbas, ¿hablarían de una manera diferente de la mía? ¿Que les diríais cuando con sus escritos os dicen que el Papado se ha apartado del Evangelio del Hijo de Dios, que ellos predicaron y confirmaron generosamente con su sangre?

¿Os atreveríais a decirles: "preferíamos las doctrinas de nuestros Papas, nuestro Belarmino, nuestro Ignacio de Loyola a la vuestra?" No, mil veces no!
A no ser que hayáis tapado vuestros oídos para no oír, cubierto vuestros ojos para no ver, y embotado vuestra mente para no atender.

¡Ah! Si el que reina arriba quiere castigarnos, haciendo caer pesadamente su mano sobre nosotros, como hizo a Faraón, no necesita permitir a los soldados de Garibaldi que nos arrojen de la ciudad eterna. Bastará con decir que hagáis a Pío IX un Dios, así como se ha hecho una diosa a la bienaventurada Virgen.

¡Deteneos!, ¡deteneos! venerables hermanos, en el odioso y ridículo precipicio en que os habéis colocado. Salvad a la Iglesia del naufragio que la amenaza, buscando en las sagradas escrituras solamente la regla de la fe que debemos creer y profesar.




He dicho ¡Dígnese Dios asistirme!.


Este Concilio estuvo plagado de irregularidades y de problemas internos: el 1 de febrero de 1869 la Civilta Cattolica, órgano periodístico vaticano publicó un artículo en el que se mencionaba la posibilidad, deseada, de que la doctrina sobre la infalibilidad del Papa fuera declarada por aclamación durante el Concilio.

Catorce de los 20 obispos alemanes reunidos en Fulda en septiembre de 1869 redactaron una nota que enviaron al Papa en la que solicitaban que el tema de la infalibilidad no se tratase.
Unos días antes de la votación definitiva, 55 padres conciliares enviaron una carta al Papa comunicándole su decisión de no participar en esa sesión: estos obispos se retiraron inmediatamente de Roma.

Los trabajos del concilio comenzaron el 8 de diciembre de 1869. A diferencia de los Concilios Generales anteriores, los jefes de Estado no fueron invitados a participar y solo los obispos, los superiores generales de órdenes religiosas y monásticas y los abades nullius gozaban de voto deliberativo. Se invitó a participar a los jerarcas de la Iglesia Ortodoxa (por medio del breve Arcano divinae providentiae consilio) y a los líderes de denominaciones protestantes (por medio de la carta Iam vos omnes) pero ambos rechazaron la invitación alegando que la forma usada para ello, les denigraba.

El 18 de julio se votó positivamente la infalibilidad papal. La mayoría fue absoluta. De 535 votos, 533 fueron a favor.
De los 774 participantes, por una u otra razón 239 no participaron ni votaron.

El Obispo José Strossmayer, decepcionado de la Iglesia, nunca abandonó los hábitos, pero volcó su gran energía y capacidad a levantar a su patria.
Como era de esperar, luego salió a la luz otro discurso que se le imputó como dicho el 2 de junio de 1870, donde no solo niega la infalibilidad sino también la primacía del Papa. Se dice que el falsificador y autor de su difusión fue un ex cura agustino de nombre José Agustín de Escudero, de nacionalidad mexicana.

También ha circulado en Internet un artículo denuncia, que asegura que Strossmayer nunca dijo en el Concilio lo que dice su famoso discurso. Tal aseveración, se cree que está destinada a crear confusión y se descubrió que pertenece a un sacerdote católico de nombre Juan Carlos Sack

Josip Juraj Strossmayer, como se escribe su nombre en su lengua natal, continuó desempeñando el obispado por 35 años más después del Concilio, rodeado del respeto de sus compatriotas y dignatarios de la Iglesia.
En 1898 el Papa León XIII le confirió el Palio, la mayor dignidad que se puede conferir a un Obispo.
Murió 8 de abril de 1905 a la edad de 90 años. La Universidad de Osijek lleva su nombre y la ciudad de Dakovo le construyó un monumento museo en 1991.


La Iglesia Católica perdió la oportunidad de tener un Papa inteligente, moderno, visionario, capacitado y honrado.