miércoles, 3 de febrero de 2010

Los esquivos tesoros perdidos.

En el imaginario popular no hay nada más potente ni regocijante que una gran aventura, vocablo que nos sugiere una experiencia fascinante, quizás peligrosa e inesperada, posiblemente arriesgada, pero que hará correr adrenalina de buena cepa por nuestras venas, que muy difícilmente alguien se atrevería a despreciar.

La aventura de buscar tesoros y ciudades perdidas ha sido siempre el sueño romántico de todas las generaciones y basta conocer los mitos y leyendas de cada pueblo para darse cuenta que hay cientos de fantásticas ciudades mitológicas no encontradas y miles de tesoros que cuentan con el aval de la descripción histórica, que están esperando al audaz que los saque de su escondite secreto.
Más, algo pasa con ellos. No es fácil ubicarlos ni aunque se tenga un mapa en la mano. Como si fuera una maldición del destino, las ciudades perdidas y los tesoros enterrados se resisten a ser descubiertos.
Para los exploradores afortunados, puede haber perlas, diamantes, barras de oro macizo, valiosas monedas antiguas, minas inagotables, vestigios de civilizaciones desaparecidas o cofres y barriles desbordantes de piedras preciosas, amén de fama, dinero y prestigio. Y para aquellos que como suele ocurrir, han agotado sus vidas tras la quimera de la riqueza, solo la locura, el olvido y la amargura de la pobreza.

Tal vez la más antigua de estas leyendas del cono sur de América, es el mítico El Dorado, fabuloso tesoro inca buscado en vano a través de siglos por expedicionarios de varios países en las selvas colombiana y venezolana. Según la leyenda, en esta ciudad sagrada todas sus construcciones estaban revestidas con placas de oro y el Cacique del lugar era espolvoreado con oro en polvo en las ceremonias, lo que le daba el aspecto de un hombre "dorado", de donde proviene su nombre. Allí estaban las ricas minas de oro del Inca Atahualpa, que los conquistadores jamás pudieron encontrar.

Entre los más recientes exploradores que lo han intentado está el artista plástico chileno Roland Stevenson, paisajista, explorador, autor del libro "Una luz en los Misterios del Amazonas", antropólogo aficionado, radicado en Manaus, Brasil, quien por treinta años ha recorrido de punta a cabo la selva amazónica, logrando localizar las ruinas de un hasta ahora desconocido, “camino incaico” que atraviesa la amazonía llegando del Ecuador. Asimismo, en esta senda encontró restos de construcciones de piedra y para su sorpresa, dibujos de llamas en plena floresta amazónica, muy lejos de su habitat natural de Los Andes. Stevenson concluyó que los caminos eran los que recorrían los incas en busca de El Dorado, el lugar donde extraían su afamado oro.

Rafael Videla Eissmann, en su estupendo blog “Oriflama”, nos ilustra diciéndonos que “luego que Francisco Pizarro y sus hombres capturaran al Inca Atahualpa, parte del círculo más cercano del Hijo del Sol escapa en 1533, tomando una ruta desde Cajamarca que los conducía a Quito, alcanzando así el sur de Colombia para tornar luego a Brasil.
La furtiva comitiva llega finalmente al área ubicada en el norte del Río Negro, en Roraima. Stevenson explica que los Yanomani de ojos azules serían los descendientes de la unión de las mujeres pertenecientes al grupo que escapó de Cajamarca y de españoles. El grueso de esta comitiva estaba compuesta por mujeres, las Vírgenes del Sol, según las leyendas de los indios Tukanos, Dessana y los Pirá-Tapui, quienes fueron resguardadas por leales guerreros incaicos.
Estas vírgenes guerreras, portadoras del tesoro real Inca, conforme a Stevenson, habrían dado origen a las leyendas de Las Amazonas, referidas por los cronistas Francisco de Orellana, Francisco López de Gómarra, Gaspar de Carvajal y posteriormente enunciadas por Alexander von Humboldt. Este refugio secreto que cobijó a las vírgenes guerreras tras la captura de Atahualpa era el asentamiento del cual los Incas obtenían el oro.
Conocedores de los rumores de este portentoso asiento, Sebastián de Belalcázar y Francisco Pizarro buscaron la mítica ciudad en 1535. En el mismo año, el conquistador y cronista de origen alemán Nicolás de Federmann, dirigió una expedición en su búsqueda, sin resultados. Al año siguiente, emprende de modo vano la misma empresa Gonzalo Jiménez de Quesada. Después, en 1541, otro alemán, Felipe de Utre, de manera fútil busca El Dorado a lo largo del río Amazonas.
Infructuosamente Gonzalo Pizarro (1541) y Francisco de Orellana (1542), desde Quito, intentaron llegar a El Dorado, desviándose el primero de la difícil ruta que penetraba las inmensidades del paisaje amazónico; y por la vía fluvial, el segundo. Pizarro fue el primero en hablar de El Dorado en las cercanías de un lago, en una carta al Rey de España. Sólo después de 1570 surgieron informaciones por parte de los indios Arak acerca de los grandes depósitos de oro en las nacientes del Río Orinoco al otro lado de las sierras de Pacaraima, donde se ubicaba un enorme lago rodeado de montañas ricas en oro y piedras preciosas. En 1595, Walter Raliegh, navega a través del Orinoco sin lograr acceder al Reino Dorado.

De acuerdo a Stevenson, la Ciudad Sagrada de El Dorado, una gran necrópolis, se situó en la isla de Maracá, en el occidente del lago Manoa, el cual ocupaba 400 km. entre Brasil y la Guyana, como se desprende del mapa desarrollado por Thomas Hariot en el año 1595 y en otro de Henricus Hondius de 1599. Stevenson señala que estos mapas indican que existió una ciudad en la margen occidental de este lago. El explorador Antonio de Berrío, que estuvo allí en 1584, dijo que en esa isla vivían diez mil indígenas y que éstos tenían la costumbre de enterrar a sus muertos con todas sus riquezas.

Alexander von Humboldt -indica Stevenson- al verse imposibilitado de llegar al lago Manoa, descalifica los mapas de Haroit y Hondius y establece así que el lago Guatavita -en Colombia- era el lago del Hombre Dorado (El Dorado), producto de las ofrendas rituales hechas allí, asentando las bases para la confusión de la ubicuidad real de la ya legendaria ciudad.

Stevenson establece que varios expedicionarios de finales del siglo XVI buscaron infructuosamente el lago Manoa. Entre ellos, Antonio de Berrío (1584) por el Orinoco; el mismo Berrío luego por el norte, a través del río Caroni (1591); por igual ruta, Maraver y Vera (1593) y Raleigh (1595); luego desde el Este, por el río Essequibo, Keymis (1596) y por último, a través del río Branco en el Sur, Roe (1611). El oro inca, de acuerdo a las conclusiones de Stevenson, provenía del lago Parime ó Manoa, en Roraima (llamado también Lago Blanco ó Lago de Leche y Axpekõ-dixtara en la lengua nativa).

En 1987 Roland Stevenson divulgó el descubrimiento arqueológico de El Dorado en la Isla de Maracá a través del periódico Folha de Boa Vista de Roraima. En seguida, la Royal Geographic Society de Londres, encabezada por el historiador John Hemming -gran especialista en la temática de El Dorado-, en acuerdo con el gobierno brasileño de turno, cerraron la zona, instalándose allí por más de doce meses, sin permitir el acceso. La sociedad inglesa aludió a una “expedición científica” que investigaba la flora y fauna del lugar. Gran cantidad de cajas selladas -con extraordinarias piezas de incalculable valor histórico según Stevenson- fueron sacadas de la zona y enviadas a Inglaterra...

Stevenson denunció el saqueo y despojo del extraordinario patrimonio arqueológico de El Dorado por parte de los ingleses, como “ya lo hicieron en Egipto, Canadá, Perú y Gibraltar”, dejando tan sólo restos dispersos y de escaso valor, haciendo desaparecer de esta manera las evidencias que avalaban su extraordinario descubrimiento: el mismísimo Dorado, mito que estimuló y motivó la exploración y búsqueda de tantos expedicionarios y aventureros desde el siglo XVI en la geografía fabulosa de la América del Sur”.

Según Stevenson, existía una carretera precolombina, hoy escondida entre la selva, que desde la actual Colombia meridional llegaba, pasando por el norte del Río Negro, hasta el lago de Manoa, en el actual estado brasilero de Roraima, para terminar en el litoral atlántico, correspondiente al que hoy es el estado de Amapá.
Este camino llamado Nhamini-wi es rico en petroglifos que evocan la gran cultura del Perú.
Una de las pruebas que sustentan esta tesis es, que algunos pueblos que aún hoy viven por esas zonas hablan lenguas del tipo quéchua, tal como los Incas.
Las lenguas de estos pueblos, como los Waiapí del Amapá o los Talipang de Roraima, fueron estudiadas por eminentes lingüistas, como Migliazza, y la tesis de Stevenson fue confirmada.

Las construcciones de piedra serían los tambos en donde los viajeros paraban para descansar. Igualmente encontró piedras esculpidas con ocho puntas, tipo de arma usada por los Incas y que pueden ser vistas en museos del Perú.
Sin embargo, su descubrimiento más fascinante fue hecho en 1987, cuando orientado por fotos del satélite del Proyecto Radam, Stevenson constató la existencia de una extraña marcación en todas la sierra de Pacaraima a lo largo de 400 kilómetros, claro indicio que en el lugar pudo existir antes un gran lago que se secó. Además, las once minas en donde actualmente se extrae oro en la zona bien podrían ser fuentes auríferas de las antiguas civilizaciones de los Andes. Esas minas están cerca de Boa Vista, ciudad brasilera fronteriza con Venezuela y se encuentran todavía en plena producción.
Tras la cultura Maya:-
En 1839, un joven abogado y escritor norteamericano, llamado John Lloid Stephens comisionado por el Presidente de los Estados Unidos Martin Van Buren, como Embajador especial para América Central, aprovechó esta misión para cumplir un antiguo anhelo, explorar la selva de Yucatán en Honduras, para constatar lo que había descubierto en un documento del año 1700, en unas memorias de un cierto Coronel Galindo, que relataba haber encontrado extraños monumentos tapados por la floresta a orillas del río Copán.
Entusiasmado con esta idea, se hizo acompañar por su amigo el prometedor arquitecto y dibujante Frederic Catherwood. Con gran dificultad, sobre todo económica, organizaron una pequeña expedición compuesta por cargadores y guías y se internaron en la selva tropical. Luego de muchos días, martirizados por los insectos y animales salvajes de la jungla, abriéndose paso dificultosamente a través de la lujuriosa vegetación, la comitiva arribó a una pequeña aldea india, donde los moradores del lugar aseguraron que ellos nunca habían visto nada parecido a lo que se les preguntaba.
Muy decepcionados y sin otra meta que regresar derrotados, Catherwood decidió hacer una visita final por los alrededores, para lo cual despejaron un trozo de selva abriendo un nuevo sendero. De pronto, tras una cortina de ramas se topó a boca de jarro con una estela de tres metros de alto, de forma cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras. Siguieron explorando y en los siguientes días descubrieron trece estelas más y luego escaleras, pirámides y palacios.

Esto decidió que la expedición tuviese un año de duración, detectándose decenas de ruinas mayas, la mayoría de las cuales jamás habían sido vistas por otros humanos. Este inmenso trabajo donde Catherwood tuvo el mérito de realizar bocetos y estupendos dibujos de los hallazgos, fueron llevados a un libro, “Incidentes de viaje en Centroamérica Chiapas y Yucatán”, publicado en 1841, que tuvo un resonante éxito, acreditándose para ambos el honor del “redescubrimiento” de la civilización Maya.
Pero la culminación de estos hallazgos no fue solo cultural. Stephens y Catherwood ubicaron al propietario de los terrenos donde fueron halladas estas valiosas reliquias arquitectónicas, un viejo indio llamado José María, quien aceptó encantado venderles toda el área y lo que allí se encontrase, ruinas incluidas, a las que él no sacaba ningún provecho, en la suma de Cincuenta dólares americanos, “fabulosa” suma con la que quedó muy satisfecho.


Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán, descubrió, junto con su guía indio, las monumentales ruinas de la ciudad pre hispánica más famosa del nuevo imperio maya: Chichén Itzá.
Al igual que Stephens, Thompson había sido conducido por una crónica; la del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en 1566 escribiera su “Relación de las cosas de Yucatán”, pero lo que mayormente le inspiró, fue haber leído los populares libros de arqueología de John Lloyd Stephens editados hacia finales del siglo XIX que lo decidieron a seguir sus pasos.

El destino puso en su camino los medios. A los 22 años Thompson había publicado un artículo en la revista “Popular Science Monthly” donde aventuraba, a partir de sus lecturas y sus observaciones de los monumentos mayas que había visto en fotografías, que el lenguaje arquitectónico de ésta cultura era la prueba de la existencia remota del continente perdido de la Atlántida.
Su extravagante teoría atrajo la atención de otro excéntrico, el barón Stephen Salisbruy III, heredero millonario y benefactor de la Sociedad Americana de Anticuarios, que pronto incluyó a Thomspon entre sus filas y le persuadió de mudarse a la península mexicana de Yucatán, de manera que pudiera estudiar las ruinas y comprobar su teoría.
Un amigo común, el entonces senador por Massachussetts, George Frisbie Hoar, quien pertenecía a la misma sociedad, recomendó a Thompson como cónsul de los Estados Unidos en Yucatán.
Fue así que Edward Herbert Thompson tuvo su primer acercamiento real a la cultura maya. En 1894 adquirió la hacienda Chichén, ubicada a un costado de las entonces poco exploradas ruinas arqueológicas y contigua al gran Cenote Sagrado. Desde esa fecha y durante más de 30 años, Thompson dirigió desde ahí sus investigaciones arqueológicas.

Luego de estudiar los escritos de los evangelizadores de la colonia, Thompson dedujo que en el fondo del Cenote Sagrado habría valiosos ornamentos con los que habían sido ataviadas las personas sacrificadas. Para llegar al fondo del Cenote (de 60 metros de diámetro y 22 de profundidad), debió desarrollar un aparato de buceo capaz de soportar la presión del agua y la baja temperatura. Volvió a los Estados Unidos, aprendió a bucear, consiguió entre sus amigos los recursos que necesitaba y puso el material adquirido dentro de una embarcación rumbo a México.
Ya en Yucatán, capacitó a algunos mayas de la zona para ayudarle en lo que parecía una aventura sin sentido. Luego de un mes de búsquedas fallidas, él y su equipo comenzaron a encontrar vasijas, ornamentos y lanzas de jade y obsidiana. Pero Thompson ansiaba llegar a la parte más profunda del Cenote Sagrado.
Buscó la ayuda de un buzo griego que vivía en las Bahamas. Junto a él, pese a sus 50 años, el propio Thompson se sumergió en la profundidad de las aguas y en la oscuridad, con la única herramienta del tacto, encontró discos de oro y jade, representaciones de dioses y esqueletos humanos. Con ese descubrimiento, Thompson comprobó que los mayas realizaban sacrificios humanos y puso a la cultura maya en las preocupaciones de los arqueólogos del mundo.

En 1910, dio por terminadas sus exploraciones al Cenote. Su reputación había quedado marcada por una mancha irreversible: a los pocos años de que abandonara sus investigaciones, se descubrió que muchos de los utensilios que había recuperado del Cenote Sagrado, habían sido vendidos de manera sigilosa a través de los canales diplomáticos al museo norteamericano “Peabody Museum”, que aún conserva muchas de estas valiosas reliquias. Fue acusado de contrabando de reliquias históricas y expulsado del país.
Después de la intervención del gobierno mexicano, la entidad aceptó devolver a México la mitad del lote en 1970 y otras cuantas más recientemente, en 2008. De entre las piezas más preciadas que Thompson recuperó del Cenote Sagrado están la Venus maya, el Templo de las Columnas Pintadas y el Mausoleo del Gran Sacerdote.

La zona arqueológica de Chichén Itzá fue inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988 y el 7 de julio de 2007, fue reconocida como una de las “Nuevas Maravillas del Mundo” ", por una iniciativa privada sin el apoyo de la Unesco, pero con el reconocimiento de millones de votantes alrededor del mundo.

Otro descubrimiento fabuloso de una ciudad perdida fue el hallazgo de Machu Pichu en 1911, en territorio peruano, por el historiador norteamericano Hiram Bingham. La ciudadela, importante centro ceremonial inca guardó su secreto por más de cuatrocientos años y su ubicación fue dada por un pequeño detalle mencionado por un cronista español del siglo XVII Fernando de Montesinos, a pesar que existían importantes documentos y leyendas populares sobre su existencia.
En sus primeras expediciones por los Andes, Hiram Bingham, oyó hablar de una ciudad perdida, al noroeste de Cuzco, que los conquistadores nunca habían conseguido encontrar. Bingham siguió muchos senderos, pero al final de ellos sólo encontró chozas en ruinas. La mañana del 24 de julio de 1811, era un día frío y lluvioso y los compañeros expedicionarios de Bingham estaban exhaustos, sin ánimos de continuar la ascensión.
Bingham, subió aún 700 metros más llegando a una choza de paja, donde dos indios lugareños le ofrecieron agua fresca y patatas hervidas y a sus consultas respondieron que justo a la vuelta había unas viejas casas y muchos muros derrumbados..

Bingham dio la vuelta a la colina y quedó maravillado con el espectáculo que tenía ante sus ojos. Primero vio cerca de cien terrazas de piedra escalonadas, admirablemente construidas, que medían centenares de metros: Una especie de granja gigantesca que cubría la ladera y se alzaba hacia el cielo. Era la obra de varios siglos atrás, en que verdaderos ejércitos de albañiles y obreros, llevaron hasta esas altura inhóspitas tierra fértil desde los valles inferiores para rellenar estas terrazas, algunas naturales y otras fabricadas para hacer el área cultivable, llevando igualmente, a fuerza de hombro, toneladas de piedras cortadas y talladas con una exquisita técnica de sillería primitiva, quizás el mayor ejemplo que existe en el mundo, que ocupó a generaciones de artesanos, que cincelaron cada piedra, con ángulos caprichosos y protuberancias meticulosamente labradas que encajan unas con otras, sin argamasa u otro sellante, que sirvieron para la construcción, como si se tratase de un rompecabezas, de los muros de edificios, palacios, escalinatas, pirámides y avenidas, que hasta hoy la humanidad admira en esta fortaleza y ciudad sagrada Inca.

Bingham es considerado culpable de extraer de manera ilegal 46.332 piezas arqueológicas incas, propiedad del pueblo peruano, llevándoselas a la Universidad de Yale en Estados Unidos, país que todavía las retiene. En el 2007 los diarios informan que las gestiones solicitando su devolución han prosperado y según dijo el ministro de Vivienda de la época Hernán Garrido Lecca: "Tomó años de reclamos y meses de negociaciones pero la Universidad de Yale va a devolver casi 50.000 piezas retiradas de Machu Picchu hace casi un siglo.

Los Piratas:

Entre 1640 y 1730, los años de auge de la piratería, se cree que se enterraron botines cuyo valor asciende a los 100 millones de dólares a corta distancia del continente americano, en cuatro minúsculas islas que fueron usadas como “alcancía” por estos facinerosos. Pero, a no ser por unas cuantas piezas de oro y plata encontradas accidentalmente, nadie hasta ahora ha visto siquiera un vislumbre de esta riqueza, y no por no haberlo intentado.

La costa de la actual Florida era zona de cacería del tenebroso Barba Negra.
Fue quizás el más famoso de los piratas. Su verdadero nombre era Edward Drummond, pero usaba el nombre de Edward Teach. Su barco "Queen Anne´s Revenge" fue tomado a los franceses. Llevaba una enorme barba negra adornada con cintas. Antes de una batalla ataba mechas lentas a su sombrero que dejaban una estela de humo negro, con el fin de aterrorizar a sus enemigos.
Trataba a los prisioneros salvajemente. Su actividad duró solamente dos años. En 1718 el gobernador de Virginia ofreció una recompensa por él vivo o muerto. El teniente Robert Maynard de la Royal Navy, lo persiguió con dos barcos y lucharon mano a mano sobre cubierta. Murió con veinte heridas de machete y cinco disparos de pistola. Maynard le cortó la cabeza, la colgó en su barco y regresó a por la recompensa.

Se dice de él, que enterró una cuantiosa porción de sus ganancias mal habidas en la Isla de Amelia, aproximadamente a 45 km al norte de Jacksonville. Durante medio siglo, nativos y turistas han estado buscando sus tesoros, pero hasta la fecha las únicas personas que han obtenido un provecho de ellos han sido los que venden mapas falsos con la ubicación del tesoro.

También al suroeste de Florida, en el canal de Yucatán, se halla una extensión de terreno arenoso llamada Isla Mujeres, a la cual se llega mediante bote desde la costa mexicana. Esta era el hogar y base de operaciones de un suertudo saqueador español de nombre Mundaca. En alguna parte de la isla descansa su tesoro de toda la vida, cerca de tres y medio millones de pesos de plata, según él alardeaba. Cuando murió, no dejó testamento o plano alguno y hasta ahora, a pesar de haberse hecho numerosas excavaciones, nadie a visto un solo peso.

La Isla Tiburón se encuentra en el Golfo de California, a 3 Km de la costa. La isla, que una vez fuera guarida de indios, servía como escondite no solamente para los botines de los piratas, sino también para algunas de las inmensas riquezas en oro que los aztecas ocultaban para que no cayeran en manos de los conquistadores españoles. Pero aunque varias cartas y documentos auténticos cuentan de los tesoros escondidos en la Isla Tiburón, ni uno solo contiene un mapa, o al menos una mención del sitio en el que se encuentran. Los tesoros ocultos ahí siguen esperando. El impedimento para encontrar esos tesoros es, desde luego, la falta de un mapa o indicio que señale donde cavar.
Sin embargo, se sabe que existen no menos de 3 mapas auténticos del sitio donde se encuentra uno de los más ricos tesoros ocultos jamás reunidos fuera de Fort Knox. Estamos hablando de
La Isla del Coco, cerca de la costa del Pacífico de Costa Rica, que tiene una extensión de apenas 35 km2 de maleza, rodeada por un litoral de riscos casi verticales. La isla exhala un aura de malignidad que ha sido comentada por todos los cazafortunas que han estado ahí, y de la cual se han alejado con alegría. Estos hombres incluyen individuos de nervios bien templados como el corredor de automóviles sir Malcolm Campbell y el temible conde Félix von Luckner. La mayor parte de la isla esta cubierta por una espesa masa de color pardo de enredaderas y ramas entrelazadas, que obstruye el paso de la luz solar, conservando la tierra húmeda y oscura.
Llena el aire de un hedor de podredumbre y descomposición, junto con el zumbido de millones de insectos voladores. El ambiente fue descrito como “estar dentro de una tumba abierta”.

Pero la tentación de las riquezas ahí enterradas es tan intensa que el gobierno de Costa Rica utiliza la isla como fuente de ingresos. Los cazafortunas pagan una cuota establecida, por la cual obtienen un documento oficial que los autoriza probar suerte en cualquier parte de la isla.

De acuerdo con la tradición, la isla alberga tres tesoros ocultos bien determinados. La existencia de los dos primeros se basa en gran parte en rumores; pero la del tercero, el más cuantioso, es un hecho documentado. A principios del siglo XVIII el bucanero Edward Davis, uno de los numerosos filibusteros que saqueaban las costas de América Central, que entonces se llamaba la Nueva España, se convirtió en el terror de los mares por sus constantes saqueos a Panamá, Guayaquil, Quito, Perú y Chile entre otros. Estableció su base de operaciones en la Isla del Coco. Finalmente desapareció sin dejar huella después de haber fracasado en la captura de la ciudad de Porto Bello. En 1709, poco antes de su última empresa se cree que ocultó su botín, acumulado en sus pillajes, en alguna parte de la isla. El sitio se desconoce, pero se tiene un registro del monto del tesoro: 700 lingotes de oro, 20 barriles llenos de doblones de oro, y más de 100 toneladas de reales de plata españoles.

El segundo tesoro pertenecía a un rufián particularmente temible pirata de nombre Benito "espada sangrienta" Bonito, quien combinaba la sed de oro con el sadismo. En 1819 obtuvo el mayor botín de su carrera cuando capturó un buque frente a Acapulco, México, el cual llevaba 150 toneladas de oro. Bonito navegó entonces hacia La Isla del Coco, reprimió un motín entre su tripulación y después partió hacia la que resultó su última travesía de pillaje. Se sabe que debe haber dejado el producto de sus hurtos en la isla, porque las embarcaciones piratas, para las cuales la velocidad era esencial, no podían navegar con tal cantidad de oro como lastre.

Bonito había soltado el ancla en la bahía Wafer, en la superficie norte de la isla. Fue aquí donde algunos exploradores subsecuentes encontraron los esqueletos mutilados de sus marinos rebeldes. Es muy probable que el oro se encuentre enterrado cerca del lugar donde ancló. El mismo Bonito fue sepultado en el mar, como resultado de su encuentro posterior con la fragata británica Espiegle.

No obstante, la atracción principal de la isla la constituye el Tesoro de Lima, del cual se tienen mapas y documentos; éste es un tesoro oculto que ha atormentado los esfuerzos y esperanzas de un número mayor de hombres que cualquier otro tesoro del mundo.
En 1821, la capital peruana era la sede de los virreyes españoles. Lima era sin duda la ciudad más rica del continente. Durante ese año, Simón Bolívar triunfó en su intento por arrojar a las fuerzas españolas fuera de sus colonias. Lima temblaba ante la proximidad de los ejércitos revolucionarios, y las autoridades eclesiásticas y municipales se reunieron y decidieron que sería prudente trasladar la riqueza movible de la ciudad hacia regiones más seguras. Sin embargo, el espacio para efectuar el traslado era escaso; se cargaron todos los buques españoles disponibles.

Fue así como los valiosos objetos de la catedral de Lima fueron cargados en el bergantín inglés Mary Dier. El tesoro de esta iglesia era espectacular. Incluía una estatua de tamaño natural de la Virgen María, elaborada en oro, con diamantes incrustados. También había candeleros de plata, cálices y vestimentas enjoyadas, cofres de madera repletos de perlas, rubíes y zafiros. Había figuras de santos vestidos con mantos de plata y baúles llenos de doblones de oro. El tesoro completo se valuó en casi 30 millones de dólares. En conjunto, el tesoro resultó ser demasiado para el maestre escocés del "Mary Dier", capitán Charles Thompson. En lugar de navegar hacia Panamá y entregar su cargamento a las autoridades españolas, se dirigió hacia la Isla del Coco. Una vez ahí, él y su tripulación escondieron el tesoro y partieron nuevamente, pero sólo después de que Thompson hubo dibujado un meticuloso mapa de la isla y del sitio preciso del escondite.
Hasta este punto, la historia está bastante clara; de aquí en adelante, se vuelve cada vez más turbia. De alguna manera, durante la travesía desde la Isla del Coco, el Mary Dier se perdió junto con toda su tripulación, salvo el capitán Thompson. De acuerdo con algunas fuentes, la nave fue hundida por un buque de guerra español; según relatan otras, zozobró durante una tempestad. Sea lo que fuere lo que sucedió, únicamente Thompson sobrevivió.

Finalmente llegó a Terranova a bordo de un barco ballenero, sin su buque, pero en posesión todavía de su mapa del tesoro. En aquel entonces, al igual que en la actualidad, se tenían dudas respecto de la autenticidad de los mapas de tesoros, y aunque lo intentaba en verdad, el escocés no lograba conseguir una persona que confiara en él como para apoyarlo equipando una expedición a un sitio tan espeluznante como la Isla del Coco. No fue sino hasta 1840, casi 20 años después, cuando Thompson conoció a dos hombres dispuestos a correr el riesgo. Ambos eran oriundos de Terranova y se apellidaban Boag y Keating. Antes que los tres pudieran zarpar, Thompson murió víctima de una “fiebre”.


El mapa pasó a ser posesión de Keating. Cinco meses más tarde, Keating y Boag llegaron a la Isla del Coco. Aquí, nuevamente, una neblina de incertidumbre envuelve a la historia. Debido a razones no explicadas, la tripulación se amotinó. Los dirigentes, temiendo perder la vida, se ocultaron en la isla, y al final, su buque partió sin ellos. Dos meses más tarde, arribó otro ballenero desde Terranova. Nadie sabe qué sucedió en esa oscura isla durante el ínterin, pero el navío de rescate encontró un único sobreviviente: Keating. Él explicó que Boag había fallecido de una “fiebre”, aunque nadie encontró ni su cuerpo ni su sepulcro. Keating regresó a St. John, su ciudad natal, sin el tesoro. Se puede inferir que él no confiaba lo suficiente en sus rescatadores como para permitirles transportar el tesoro. Pero todavía tenía su mapa y se pasó años tratando de organizar otra expedición para recobrarlo. Keating murió en 1873 sin haber realizado su propósito. Keating legó el mapa a un marinero amigo suyo de nombre Fitzgerald, quien, sin embargo, no estaba del todo interesado. Permitió que se hicieran un par de reproducciones del mapa, pero personalmente nunca acudió en busca del tesoro.

Desde este punto, se vuelve imposible seguir la pista a la serie de personas que tuvieron el mapa en su poder e intentaron suerte con él, aunque se sabe que incluían a un oficial de la armada británica, un pescador de Terranova, un capitán de la marina real, un agente del gobierno de Costa Rica y sir Malcolm Campbell. Se efectuaron alrededor de una docena de búsquedas subsecuentes en la Isla del Coco.
Además de recibir incontables picaduras de insectos, los cazafortunas encontraron esqueletos, viejas armas y piezas de equipo marino en estado de putrefacción. La única cosa adicional que descubrieron fue que el mapa cuidadosamente dibujado del sitio del tesoro era completamente inútil. De acuerdo con el plano de Thompson, él había ocultado el tesoro de Lima dentro de una cueva natural, solamente a unos cuantos metros bajo tierra, en el manantial de un arroyo que desembocaba en la bahía de Chatham, el sitio donde él ancló. Todo lo que los exploradores tenían que hacer era seguir río arriba y buscar las señales que indicaran el sitio de la cueva. Pero resultó que solamente se encontraban todavía ahí la bahía y el arroyo. Las señales, al igual que la cueva, parecían haberse esfumado. Fueron necesarias cantidades tremendas de sudor, furia y frustración antes de que los cazafortunas cayeran en la cuenta de la solución del enigma y que, en todo caso, era la clase de solución que no beneficia a nadie. La isla era arrasada por violentas tormentas tropicales y frecuentemente demolida por derrumbes y terremotos. Indudablemente, estos cataclismos bastaron para destruir la cueva que se encontraba a poca profundidad y borrar por completo todas las señales que la identificaran. Dichos cataclismos también explicarían la desaparición de los otros dos tesoros ocultos. Es probable que las tres fortunas se encuentren todavía en la Isla del Coco, pero se pueden rastrear tanto como agujas de oro en un pajar de 30 Km en constante movimiento. Es casi como si la maléfica isla estuviera decidida a aferrarse a las riquezas colocadas en sus entrañas.

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